EDITORIAL

Entiéndannos, entiéndanse

Un mayor reparto del poder territorial puede restablecer los equilibrios institucionales, tan necesarios en democracia

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Los cambios sociológicos registrados en Catalunya y el conjunto de España presagian la apertura de una nueva etapa política cuyo punto de partida bien podría situarse en las elecciones locales y autonómicas de hoy. Si no yerran las encuestas, en adelante las mayorías absolutas serán historia en el mapa territorial de un país habituado a una cómoda alternancia entre PP y PSOE. Pareja será la cartografía política de las principales ciudades de Catalunya, donde hace años que los rodillos municipales brillan por su ausencia, con contadas excepciones.

Ningún candidato, ni siquiera el pletórico Pasqual Maragall de los Juegos Olímpicos, ha conquistado jamás la mayoría absoluta en Barcelona. La proliferación de alternativas políticas, que o han sido ajenas a la gobernación barcelonesa o reniegan de la misma, ha fragmentado tanto la oferta electoral que no es osado vaticinar que el próximo equipo municipal será el más frágil de la historia democrática de la ciudad.

El voto indignado del 15-M tiene, con la Barcelona en Comú de la activista antidesahucios Ada Colau, la oportunidad de dar un puntapié al modelo de ciudad forjado por el PSC --con ICV y ERC-- y preservado, con sus matices, por el alcalde Xavier Trias (CiU). Ejemplo de éxito que, no exento de sombras ni de desequilibrios, ha transformado y modernizado Barcelona, impulsado su actividad económica y saneado sus finanzas. Pese a que la dialéctica entre la continuidad del modelo y un giro radical haya polarizado la campaña, la atomización del voto conferirá particular importancia a fuerzas que, como PSC o ERC, pueden ser determinantes para garantizar la gobernabilidad.

Más allá de Barcelona no se atisban, sondeos en mano, grandes vuelcos en Tarragona, Lleida o Girona, y tampoco en las plazas metropolitanas. Aparte de la votación de los gobiernos locales, la anunciada celebración de unas elecciones "plebiscitarias" abonará la interpretación del escrutinio como una "primera vuelta" del 27-S, en expresión acuñada por CiU. Esta lectura de los resultados, muy condicionados por las dinámicas locales, será siempre sesgada, pero el recuento sí  le servirá de termómetro al soberanismo para cuantificar los apoyos con los que en realidad cuenta su proyecto independentista.

Abundarán, como de costumbre, las interpretaciones en clave estrictamente partidista. CiU se ha propuesto desmentir en las urnas los síntomas de erosión que le diagnostican los sondeos, y ERC confía en recobrar impulso tras haber fagocitado gran parte de la diáspora socialista. El 24-M calibrará igualmente el grosor del suelo electoral del PSC y la altura del techo de Ciutadans.

Todos los partidos, tanto los clásicos PP y PSOE como lo recién llegados Podemos Ciudadanos, conciben la cita de hoy como unas primarias de las generales de otoño. Si bien están en juego 13 autonomías y más de 8.000 municipios, el 24-M pone a prueba el empuje de las fuerzas llamadas emergentes, la magnitud real del retroceso del PP de Mariano Rajoy y la solidez de la recuperación del PSOE de Pedro Sánchez. No es seguro que hoy se empiece a cavar la tumba del bipartidismo, pero sí es probable que los nuevos actores sean decisivos para configurar mayorías de gobierno.

Que los votantes nieguen la mayoría absoluta a sus gobernantes no debería ser percibido por estos como una maleficio, sino más bien como una bendición. Todos los partidos, viejos o nuevos, deberían descifrar correctamente el mensaje del electorado: la inteligencia que le ha faltado a la clase política -incapaz de respetar y reforzar los equilibrios institucionales (checks and balances), imprescindibles en democracia- nos sobra a los ciudadanos, que preferimos repartir el poder que depositarlo en unas solas manos.

Si el primer deber de nuestros representantes es entendernos, el segundo es entenderse entre sí. La pluralidad no puede estar reñida con la gobernabilidad, ni el interés de los ciudadanos, supeditado al tacticismo. Si la parálisis andaluza fuera el paradigma, la nueva política haría buena a la vieja.