Pequeño observatorio

La enorme riqueza de los ruidos

Hay silencios que no quieren decirme nada. No amenazan, pero tampoco aplauden

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JOSEP MARIA ESPINÀS

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Yo soy, cuando estoy escribiendo, bastante impermeable a los ruidos. Tengo la impresión de que, a menudo, les pongo un filtro que no los deja pasar del todo. Los ruidos discretos, algo lejanos, o los que son el contrapunto de un silencio que se hace demasiado largo o pesado.

Están los silencios que no quieren decirme nada a pesar de estar cargados de palabras. No amenazan, pero tampoco aplauden. Recuerdo los silencios de las noches que aparecían en mis viajes a pie. El chillido esporádico de un pájaro camino del nido. Un vago rumor de voces en la puerta de un hostal. Unas palabras que desde la ventana no llegaba a entender. El rumor era una anestesia para conciliar el sueño.

Las madres jóvenes de mi tiempo, cuando habían tenido un niño o una niña les cantaban unas nanas. Tengo la impresión de que esto ha pasado a la historia, y si no, que está a punto de pasar. Me quedo, si quiero ponerme tierno, con la canción de cuna de Porgy and Bess: «No llores, hijo mío, papá y mamá están a tu lado».

Quizá exagerando un poco, decía al empezar este artículo que cuando escribo soy impermeable a los ruidos. A los habituales, claro. Hay escritores quizá más sensibles a los inputs exteriores, que para trabajar necesitan un espacio de silencio. Conocí, cuando yo tenía aún pocos años, a un vecino que se encerraba en su habitación y su mujer avisaba a los hijos: «No hagáis ruido, papá está leyendo».

El caso de mi cuñado Néstor Luján es divertido. Solía ir a dormir muy tarde, y a primera hora de la mañana lo despertaba el griterío continuo, justo debajo de su casa, de un vendedor de periódicos: «¡Noticiero, Ciero, Noticiero!». Un día Néstor fue a hablar con el vendedor y le pidió si podía ir a hacer su llamamiento un poco más abajo... «Es que soy periodista y voy a dormir tarde, ¿sabe?».

Y así se hizo.