La rueda

En el nombre del padre

JOAN OLLÉ

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No me cabe en la cabeza que el patriótico patriarca Florenci Pujol, pudiendo delinquir en catalán y amparándose en Nuestra Señora de Meritxell, se largase hasta la poliédrica Suiza a depositar sus ahorrillos; tal vez porque allá las montañas superan en altura y nieve a las andorranas (el nacionalismo pujoliano siempre ha sido de altas cumbres), y a más nieve, más blanqueo. Sepulcro blanqueado podría ser un buen título honorífico para el ya Nada Honorable. Florenci Tell no partió en dos la manzana, y allí comenzó el suizo suicidio de Jordi, ya que un buen hijo siempre preferirá defraudar a un país enemigo que contrariar la voluntad de su padre: españolizar aquel dinero habría sido alta traición genética.

Parece ser que el machista don Florenci a la hora de hacer testamento se olvidó de su pubilla Maria, pero la fortuna tampoco fue a parar al hereu sino a Marta Ferrusola y sus retoños, para asegurarse de que la frágil condición de austero mesías catalanista del marido, alejado del mundo del dinero, no acabase dejando a la familia con el culo al aire y bajo un puente. Ya se lo advirtió Jordi a su novia Marta: «Primero Catalunya; luego tú».

Un buen día, después de años de desatender a la familia en favor de su telúrica amante, el president debió darse cuenta de que, como don Florenci, él también tenía un primogénito al que atender, y, de paso, superar el eslabón perdido (él) y volver a conectar el heredado apellido Pujol (ahora con la complicidad del Ferrusola) con el mundo de los negocios turbios. Debió hablar con Jordi II para que se encargase del tres o más por ciento, asunto al que el hijo mayor se aplicó con tanto ahínco que sus hermanos se ofrecieron a imitarle. Oriol supo conciliar las vocaciones del padre y del abuelo. Y Ferrusola durmió tranquila: ya tenía a la prole bien encaminada.