Los sábados, ciencia

Dippy, el honorable

Aunque es de yeso, el célebre diplodocus de Londres ha contribuido a la pasión popular por los reptiles

JORGE WAGENSBERG

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El Museo de Historia Natural de Londres acaba de anunciar que jubila el ejemplar de diplodocus, Dippy para los amigos, que desde 1979 presidía su espectacular gran sala central. La pieza había llegado al museo en 1905, convirtiéndose inmediatamente en la estrella de la memoria colectiva de los ciudadanos. Nada más cruzar el umbral de entrada, aquella poderosa imagen queda grabada involuntaria e indeleblemente en la memoria del visitante. Es una visión cargada de sugerencias, de preguntas, de historia, de grandeza, de solemnidad y de belleza. Si oímos la palabra vaca, nuestra memoria nos ofrece enseguida la imagen de un lustroso animal con manchas blancas y negras, pero ¿qué imagen se nos aparece cuando escuchamos la palabra dinosaurio? Pues para los muchos ciudadanos que han visitado este museo, la figura que se cuela hasta la primera fila de la inteligencia consciente no es otra que la de Dippy con sus 26 metros de longitud, su largo cuello y su larguísima cola.

A principios del siglo XX, el diplodocus fijó la idea genérica de dinosaurio, una marca que ni el fiero T-Rex del icónico filme de Spielberg ha logrado aún desbancar. El anuncio de su destitución ha encendido un debate entre partidarios y detractores. ¿Qué más se le puede pedir a una buena pieza de museo? Quizá solo una cosa: ¡que sea auténtica!

El primer capítulo de esta historia es pura museografía. Muchos visitantes se han enterado ahora, ay, de que la emblemática pieza no es un fósil original sino una maqueta de yeso. Aunque una minúscula etiqueta no deje de confesar la verdad, el engaño se insinúa solo por su ubicación en solitario en el punto más noble de una institución de tanta solera y credibilidad. La cuestión divide también a científicos y museólogos: ¿cómo tratar un objeto real y cómo tratar una réplica en una exposición científica?

Durante años he utilizado el caso del diplodocus de Londres como un compendio de lo que no hay que hacer en un museo moderno. Con ello sorprendía a la audiencia, que, en efecto, siempre daba por supuesta la autenticidad de la pieza. En la sala central de un gran museo de historia natural se intenta colocar siempre algo muy grande y muy único. Predecesores de Dippy en Londres han sido, por ejemplo, un gran cachalote y un elefante. Y como sucesor, el museo piensa en la ballena azul (el animal más grande que jamás ha vivido en el planeta) que ahora se exhibe en la sala de mamíferos. Su mejor virtud será hablar más de futuro que de pasado y más de joyas de la biodiversidad que de tristes extinciones. Sin embargo, una ballena presidiendo la entrada es una ocurrencia muy socorrida. La idea no va a aliviar el ánimo de millones de ciudadanos que conocieron a Dippy siendo niños y que ahora sienten su jubilación como una dentellada a la identidad del museo de sus amores: es como si le quitaran la Torre Eiffel a París, ha comentado un tuitero desconsolado.

Me he quedado sin un buen ejemplo vivo para provocar en mis cursos de museografía, pero este caso tiene también su interés social y científico. Dippy, como fósil emblemático es falso, pero como réplica es un objeto real con una historia vibrante. Todo empezó en 1898, cuando unos obreros que instalaban unos raíles en Wyoming desenterraron fósiles de una nueva especie de diplodocus (¡cuánto le debe la paleontología a la construcción de carreteras y vías férreas!). Era en plena fiebre americana de los dinosaurios, y el filántropo Andrew Carnegie (según Forbes, una de las tres mayores fortunas de la historia de la humanidad) compró los restos para exponerlos en la sala central de su nuevo Museo de Historia Natural en Pittsburgh. Allí brilla aún el fósil original, el mismísimo holotipo de la especie bautizada como Diplodocus carnegii en honor de su protector y promotor. Curiosamente, el original es mucho menos conocido que la copia. Al parecer, el rey Eduardo VII vio un croquis del montaje de Pittsburgh y pidió una réplica para la galería de animales del British Museum. Tras la copia de Londres siguieron otras ocho que viajaron a los mejores museos de ciencias naturales del planeta: París, Viena, Moscú, México, Berlín, Bolonia, Buenos Aires y ¡Madrid!

El ejemplar contribuyó así a encender la pasión popular por los dinosaurios y a propagar el debate científico. Paleontólogos de todo el mundo entraron a debatir detalles cruciales de este coloso de hace más de 150 millones de años: ¿cómo montar el esqueleto? ¿Arrastraba la cola o daba con ella escalofriantes latigazos de defensa? ¿Comía las hojas de los árboles casi erguido o los helechos con el cuello casi horizontal? ¿Puede un solo corazón enviar sangre tan arriba? ¿Qué posturas son compatibles con la estructura de sus vértebras?

La diáspora de Dippy quizá sería hoy museográficamente discutible, pero fue científica y socialmente honorable.