DIFÍCIL TRANSICIÓN EN EL PAÍS NORTEAFRICANO

La descomposición de un Estado fallido

ALBERT GARRIDO

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A pocos días de cumplirse el tercer aniversario de la llegada a Trípoli de la coalición armada que liquidó el régimen de Muamar Gadafi, parece cumplirse en todos sus términos el pronóstico del coronel cuando empezó la guerra: que el caos se adueñaría del país si él era depuesto. Los combates por el control del aeropuerto de Trípoli, el incendio en la periferia de la capital de depósitos de combustible con casi seis millones de litros almacenados, la lucha por el control de Bengasi, la segunda ciudad del país, y un largo etcétera de escaramuzas para hacerse con la explotación de los campos de petróleo de la Cirenaica configuran un Estado fallido. Agravado todo por las elecciones del 25 de junio, que hicieron aflorar de nuevo las posibilidades ciertas del islamismo político, no mayoritario, pero sí muy visible, de convertirse en uno de los actores determinantes de la crisis mediante el recurso a la prédica de la vuelta a los orígenes -el islam- entre una población desorientada y asustada, cuya ideología espontánea se remite a la tradición coránica.

La precaria planta institucional de la Libia posgadafiana se ha hundido frente a factores externos al propio Estado que van bastante más allá de las rivalidades tribales, cuidadosamente estimuladas durante décadas por el coronel Gadafi para reinar sin oposición en medio de la pugna entre clanes.

Ya no cuenta solo la interposición de las fidelidades tribales entre el individuo y la construcción del Estado, sino la influencia de factores externos a la propia ausencia de identidad libia. Deben tenerse también en cuenta los esfuerzos de los Emiratos Árabes Unidos por convertirse en tutores de las exportaciones de petróleo libias, los intereses privados de los caudillos que gobiernan las brigadas de Zintan y Misrata, armadas con los arsenales de Gadafi de los que se adueñaron después de derrotar al autócrata, y la pretensión de los líderes locales de la Cirenaica de mutar en señores del crudo sin rendir cuentas a Trípoli.

En ese proceso de descomposición acelerada de lo que fue un embrión de Estado nuevo a partir de agosto del 2011 es inevitable buscar referencias y establecer comparaciones. Y, al hacerlo, surge enseguida el precedente de Somalia, un Estado consumido por la división de quienes en su momento -años 90- se comprometieron en el combate contra el régimen de Mohamed Siad Barré, titular de una dictadura que sucumbió ante sus adversarios, pero dejó como herencia una nación sin arraigo, que quedó liquidada por partidas armadas de todos los colores que se adueñaron de partes del territorio.

Nadie en la Somalia despedazada por la lucha entre facciones defendió la identidad somalí como distintiva de una comunidad nacional estructurada, de igual forma como hoy sucede en una Libia en llamas. Pocos en Libia se sienten libios.