Al contrataque

Derecho a soñar

Ernest Folch

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El político es hoy un ser camaleónico, que adopta el color del último árbol que ha encontrado. Tiene miedo, y por culpa de ello termina demasiadas veces cayendo en la tentación de decir lo que él cree que la gente quiere oír. La última tendencia es el hiperrealismo, el género de moda en la mayoría de mítines, entrevistas, tuits y otros géneros electorales. Ha llegado la apoteosis de lo concreto: de repente les explicarán cuántas aceras se han reformado, los carriles bici que van a construirse y el número exacto de puestos de trabajo que van a crearse. El político soñador no solo cotiza a la baja sino que es rápidamente acusado de demagogo e irresponsable.

Si en las elecciones ordinarias los proyectos ambiciosos ya son vistos con desconfianza, en las municipales son directamente una locura. Porque se ve que el alcalde futurible ya solo está autorizado a hablar de la basura, la reforma de una calle o la última normativa sobre terrazas. Es el momento de hablar de los problemas concretos, se nos dice, de lo que de verdad interesa, como si lo específico fuese enemigo de lo general. Tirando del hilo de este neoconcretismo se llega generalmente a ese punto en el que se asegura que las ideologías se han acabado, que de lo que se trata es de solucionar los problemas de la gente. Hay la fantasía de reducir el político a un gestor aséptico que tenga cuantas menos ideas mejor. En realidad, esta construcción hiperrealista, que se jacta de la sinceridad con el elector, es la enésima parafernalia -por cierto, muy ideológica- que trata de aniquilar cualquier tentación de querer una sociedad mejor.

La idea superior de Maragall

Es curioso que esto suceda en las municipales y específicamente en Barcelona, la ciudad reinventada por un gran soñador llamado Pasqual Maragall. La profunda y épica transformación que vivió la ciudad, mucho antes que concretarse en una ronda de Dalt o un estadio olímpico, fue una visión genial de una mente maravillosa. Cierto, había mucho más dinero que ahora para convertir los imposibles en realidad, pero al ciudadano no se le sedujo con ninguna infraestructura sino directamente con una utopía. Lo concreto era fascinante precisamente porque era la manifestación de lo abstracto: todo respondía a una idea superior que lo guiaba todo. Es una paradoja que el alcalde Maragall sea ahora reivindicado casi por todos cuando en su momento incluso su propio partido lo apartó y cuando la única realidad es que muchos de los que hoy lo invocan probablemente lo tildarían de insensato, loco o iluminado. Y es que esta nueva tendencia política de oficinista, de vuelo gallináceo, dice resolver muchos problemas excepto el fundamental: la ilusión de creer. Sí, confieso ser un irresponsable, porque este domingo mi voto no irá a quien resuelva mi último problema sino a quien preserve mi derecho más valioso. El derecho a soñar.