mi hermosa lavandería

Dejarse acariciar por las algas

dominical 637 seccion coixet

dominical 637 seccion coixet / periodico

ISABEL COIXET

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Durante mucho tiempo, no sabía qué decir cuando alguien me preguntaba por qué hago películas. Normalmente, elaboraba una especie de argumento de segunda mano, pastiche de lo que otros habían dicho antes que yo. O improvisaba una broma que ocultara mi absoluta incapacidad para explicar la auténtica razón.

 Cuando me preguntan ahora, digo la verdad: no lo sé. Me acuerdo bien de cuando a los 12 años lo articulé con palabras por primera vez, pero el deseo de hacer cine —vago, confuso, pero irrevocable—, anidaba en mí desde mucho antes, aunque no me atreviera a formularlo: imágenes poderosas que contaban historias, música, sensaciones en el estómago, lágrimas, desconcierto, una emoción enorme que me embargaba a veces al recordar un momento determinado de una película que había visto, primeros planos en los que me parecía descifrar todos los secretos del mundo que me estaba esperando, el cosquilleo de la anticipación al cerrarse las luces de la sala, el olor a humanidad y caramelos de menta... Todas esas pequeñas cosas que se me quedaron grabadas de una forma indeleble son las que despertaron en mí las ganas de hacer películas.

Todo esto me ha venido a la memoria leyendo el libro de Banana Yoshimoto que acaba de aparecer en la editorial Satori, 'Un viaje llamado vida' [en la foto, la imagen de portada]. Algo que planea siempre en los libros de la autora japonesa es la idea de que lo que vivimos en el presente solo es debidamente destilado en el futuro, por eso sus personajes se esfuerzan en fijar los momentos cruciales de lo que viven para hacer de ellos un motor de vida.

El libro se agrupa alrededor de familias de recuerdos: viajes, amigos, animales, plantas... A través de sus páginas se perfila una personalidad que no está demasiado lejos de la de los personajes de sus novelas. Y podríamos imaginar perfectamente a Banana, acostada en el frío mármol de la cocina, acariciando con cuidado las baldosas del suelo. Al menos, así me la imagino yo. No hay en el libro ningún tipo del exhibicionismo tan de moda en los últimos libros de memorias femeninas. Hay un profundo cariño por las personas que han significado algo en su vida, aunque ese algo sea tan solo una taza de té frío. Hay una atención extrema al detalle que deviene una sutil filosofía de vida: todas las cosas, aun las más nimias, afectan a nuestra existencia: las plantas con las que convivimos, los animales, los amigos convalecientes o aquellos que nos tratan con ternura y respeto. En uno de los capítulos, asistimos a una excursión a Okinawa para recoger algas. Banana Yoshimoto consigue transmitirnos el sabor salado de las algas en el paladar, la dulzura de su tacto mientras las arranca del océano. Si cerramos los ojos, estamos allí, con el agua de un mar a 10.000 kilómetros de aquí, por las rodillas, el olor a marea baja invadiendo nuestra nariz, y los pulmones llenos de un aire vivificante que tardaremos mucho en olvidar.