¿La culpa es de Maragall?

Los viejos nacionalistas españoles no entendieron al 'president' y ahora no comprenden a millones de catalanes

JORDI MERCADER

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Los lobos del nacionalismo español andan sueltos por Madrid, olfatean el desastre y buscan un culpable para explicarse cómo el viejo problema catalán se les ha escapado de las manos. El problema catalán no es de este siglo ni del anterior, es tan antiguo como la misma idea de España, pero nunca había alcanzado un grado de tensión y riesgo tan preocupante. Creen haber dado con el traidor que abrió las puertas al peligro de secesión de Catalunya: Pasqual Maragall y el Estatut del 2005. No es una teoría nueva, pero ahora José Bono, en la campaña de promoción de sus memorias, la ha recuperado, aplicando la conveniente creatividad literaria a un episodio vivido en la cena de despedida del presidente Sampaio en la Embajada de Portugal en Madrid, para ofrecernos el mejor autorretrato de un campeón de la unidad de España.

En octubre del 2005 llovió mucho. El Parlament había aprobado a finales de septiembre un Estatut que reconocía a Catalunya como sujeto de una relación bilateral con España, como una nación de la nación de naciones de la España plural, en la línea de un federalismo avanzado, muy distinto de la opción federalizante del Estado de las autonomías. El nuevo texto estatutario nació gracias a un pacto Maragall-Mas, cuando el Gobierno y los dirigentes del PSOE y muchos del PSC lo daban por muerto. Tras la sorpresa y su aprobación solemne, la reacción de quienes lo creyeron excesivo fue fulminante. Los socialistas catalanes anunciaron enmiendas significativas, el PP agitó el anticatalanismo y preparó un recurso al Constitucional, el presidente Zapatero convenció incluso a Mas de la necesidad de los recortes, el Congreso lo desfiguró y el Tribunal Constitucional lo enterró. La desafección galopante en Catalunya tiene su origen, en parte, en aquella decepción.

Pero hoy, como en aquel otoño del 2005, muchos socialistas siguen creyendo, con Bono, que la culpa fue del president Maragall por haber impulsado la reforma, según ellos, sin ninguna necesidad. La cena descrita por el exministro de Defensa fue solo uno de los muchos episodios vividos en aquellas semanas de plomo. En la recepción real del 12 de octubre, en Gobelas, en la Moncloa, en la sede de Nicaragua, en reuniones con los patrones de los grandes grupos mediáticos, con las corporaciones financieras, en todas partes el president de la Generalitat oía los mismos reproches: este estatuto es la muerte del Estado de las autonomías y abre la puerta a la ruptura de España. En muchos casos, los interlocutores le acusaban de tener él mismo un programa oculto: la independencia.

Maragall decía invariablemente lo mismo a sus interlocutores, en vivo o por carta, como a Felipe González: este es un primer paso hacia una España auténticamente federal, Catalunya no puede esperar más tiempo, su reconocimiento nacional y sus reivindicaciones financieras deben ser atendidas; el Estatut que ha aprobado el Parlament puede ser satisfactorio para varias generaciones pero, cuidado, si fracasamos en la vía federal, después de mí, que soy federalista, vendrán los independentistas, inevitablemente. En el debate del Estado de las autonomías celebrado por aquellas fechas en el Senado, consciente de las criticas, de los temores, de las manipulaciones, de los temblores de piernas de su antiguo aliado de la Moncloa, de las conversaciones en los bares de oficiales, insistió de forma inequívoca: «La propuesta de Catalunya se ha hecho con sentido de Estado y de España. Se ha hecho para seguir estando en España», afirmó, y enfatizó el sentido de sus palabras rememorando el «viva España» del president Companys en el Madrid republicano.

Maragall cosechó aplausos educados en público, pero no comprensión ni aceptación de sus tesis. La España Plural, la de los pueblos de España, sustantivamente diferente de la España Diversa tan del gusto de sus antiguos compañeros socialistas, no tuvo ninguna oportunidad. La conllevancia era mucho más cómoda. En aquel otoño de Estatut recién aprobado y ya sentenciado, con un cambio de Govern de la Generalitat negado por su propio partido comenzó la última fase de la operación de derribo y descalificación del president de la Generalitat y del PSC. Algunos, como Bono, nunca le perdonarán el intento de refundar España para que el Estado pudiera ser compartido con Catalunya, y quizá tampoco que apoyase a ZP como secretario general del PSOE cuando todos los barones territoriales habían dictaminado que aquella era «la hora de Bono».

La hora literaria de Bono parece que ha llegado ahora. Confirma que los viejos nacionalistas españoles identificaron mal el problema confundiéndolo con Maragall,al que nunca entendieron y quizá ni siquiera escucharon. Por eso ahora no pueden comprender el estado de ánimo de millones de catalanes. Ni acertar con la solución.