Peccata minuta

Carmen Balcells

JOAN OLLÉ

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La conocí el verano del 96 a la salida de una representación de Pels pobles (Über die Dörfer), de Peter Handke, que yo había puesto en escena en el Mercat de les Flors; ella iba acompañada de Eduardo Mendoza, quien me la presentó. No podía creer lo que estaba viviendo, convencido como estaba de que Carmen Balcells -como Dios- no existía: me envolvió en un abrazo grande, largo, entero, como si nos conociésemos desde niños, y añadió: «Hace 25 años vi dos piezas de Handke interpretadas por José Luis Gómez en el Teatre Capsa y ahora acabo de ver esto: se cierra un ciclo; no creo que vuelva al teatro».

Se equivocaba, ya que en el 2005 a su representado Mario Vargas Llosa le dio por encaramarse a las tablas como comediante, y ¿cómo podía faltar la Mamá Grande a su bautizo teatral? Ella, que se había presentado 40 años antes en Londres para ofrecer a un muy joven Mario -que aun compaginando mil estrambóticos oficios no llegaba a fin de mes- la posibilidad de convertirse de la noche a la mañana en escritor profesional.

Ocurrió en Mérida. Todos, menos Vargas Llosa, sabíamos y callamos que la señora Balcells se encontraba entre el público que abarrotaba el Teatro Romano para ver a la muy acreditada Aitana Sánchez-Gijón en el papel de Penélope y a un principiante en el de Odiseo. Medio minuto antes de empezar, mi colaboradora Ester Nadal se percató de que Ulises llevaba aún su Patek Philippe atado a la muñeca. «¡Mario, sácate inmediatamente el reloj y dámelo!». Y él: «¡Pero, por Dios, no me lo pierdas, que es un regalo de Carmen Balcells. ¡Qué pena que no haya podido venir!». Después de los aplausos, al salir ella del sombrero del prestidigitador, Mario lloró como un niño, como en Estocolmo. Y también Carmen.

«¡Lo sabe todo!»

Tuve la fortuna de sentarme a su lado en la cena que siguió al estreno, donde la editora ofició, ¿cómo no?, de anfitriona y jefa de protocolo. Hablaba en voz alta, daba órdenes a los camareros, reñía a Mario sin cesar, como una profesora enamorada; él la escuchaba un paso atrás y en silencio, y cuando intervenía era para brindar un nuevo tema a su amiga. Ya de vuelta al hotel, el recién actor me dijo casi al oído: «Si alguna vez necesitas consejo de cualquier tipo, sea lo que sea, háblalo con Carmen: ¡lo sabe todo!». Me recordaba a Mercè Rodoreda: su manera de ser mujer, sus cabellos blanquísimos, sus felices carcajadas...

Compartí otras mesas con ella. Tras los cafés nos dirigía unas palabras para agradecer nuestra presencia y nos despedía con uno de sus abrazos; no quería que nadie asistiese al desmontaje del decorado: su silla de ruedas, su necesidad de ser ayudada... Un gran amigo suyo me confió una de sus frases más terribles: «Daría todo lo que tengo por ser guapa un solo día».