El pasado y el presente

Cada uno, su relato

En España vivimos instalados en las irreconciliables maneras de explicarnos nuestra historia

fcasals35651513 ilustraci n domingo  maria titos160924154708

fcasals35651513 ilustraci n domingo maria titos160924154708 / periodico

ENRIQUE DE HÉRIZ

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

A mediados del mes de agosto, 'El Tiempo' de Bogotá publicó una entrevista de<b> Juan Gabriel Vásquez </b>a <b>Humberto de la Calle</b>, jefe del equipo negociador del Gobierno colombiano para el acuerdo con las FARC, que en ese momento ya parecía inminente. En un momento de la entrevista le preguntaba de qué manera se podía contribuir a difundir la noción de que ese acuerdo era bueno y necesario. ¿Tal vez -sugería como buen novelista que es- se pueda colaborar en la construcción de un relato común?

Los distintos puntos de vista se han enfrentado con tal violencia durante 50 años que parecía necesario secundar cualquier esfuerzo destinado a buscar un relato compartible de la historia, un mínimo denominador común sobre el que cimentar la paz. De la Calle, sin embargo, dio una respuesta solo aparentemente paradójica: para contribuir a la paz no hay que buscar un relato común que tal vez ni siquiera sea posible, sino aceptar que cada una de las muchas partes implicadas tiene y tendrá un relato distinto; establecer y proteger un espacio político en el que esas diferencias tan brutales a la hora de explicar el pasado que cada uno arrastra consigo puedan convivir con su plena subjetividad.

EXPLICAR LA HISTORIA

La lectura de esa entrevista (y la explicación de la misma que Vásquez publicó poco después en 'The Guardian') me trajo una inevitable comparación con España. Vivimos desde hace tiempo instalados en la condición irreconciliable de nuestras distintas maneras de explicarnos nuestra historia. La incapacidad presente de nuestros políticos para acordar un Gobierno, o siquiera una investidura, es solo una muestra superficial de ese problema. El hecho de que los electores apenas se inclinen por cambiar su voto por mucho que aflore la corrupción del sistema es significativo de un mal mayor: no cambiamos de voto porque llevamos nuestro relato grabado a fuego. Seamos de izquierdas o de derechas, nacionalistas de aquí o de allá, antinacionalistas o soberanistas, corremos todos a etiquetarnos de manera monolítica. Y una vez aceptada la etiqueta, cargamos con el correspondiente paquete: como estoy adscrito a tal corriente de pensamiento, he de defender tales ideas. Es el fruto de la política 'low cost' o, peor aún, del pensamiento 'pret-a-porter'.

Si repasáramos la lista de los problemas más acuciantes del país veríamos que en todos hemos llegado a la inmovilidad de las tablas. Como dos luchadores enfrascados en un bloqueo mutuo, interpretamos el avance del otro como un retroceso nuestro. Y si rastreamos en busca del origen de esa parálisis nos damos de bruces con la guerra civil. No podremos quedarnos cada uno tranquilo con su relato de ese episodio mientras no cerremos la herida. No hay futuro para España si no se atreve a mirar al pasado con una mínima valentía. Y para ello es imprescindible que cada bando barra el patio de su casa.

Hasta ahora hemos asistido a una serie de fracasos bienintencionados cuando la izquierda ha buscado, por ejemplo, la reprobación del franquismo en el Parlamento, con la previsible reticencia semiavergonzada de la derecha; en esa clase de circunstancias, cada uno blande de inmediato su relato y procura atizar al contrario con él en la cabeza. Tú me hablas del 'Dragon Rapide', yo saco a relucir las iglesias quemadas; tú vienes con el Valle de los Caídos, yo voy con Paracuellos.

UN PASO DECISIVO

Sería precioso (y a estas alturas no debería ya ser tan difícil) que la derecha, o las derechas, aunque fuera por puro lavado de imagen, por mero interés electoralista, dieran de una vez el paso -público, sonoro y firme- de distanciarse de la sombra terrible del franquismo. No debería costarles demasiado decir: queremos ser una derecha moderna, homologable con las derechas decentes de Europa, y reprobamos la dictadura franquista y miramos adelante. Tal vez entonces las voces de la izquierda podrían secundar el gesto admitiendo que, en los albores de la guerra, se cometieron desmanes imperdonables en ambos bandos.

Nadie está pidiendo ninguna clase de equidistancia. El alzamiento fue un golpe de Estado, y las décadas siguientes, una dictadura. Así ha de constar en los libros de historia y no tiene sentido perder el tiempo en eufemismos. Pero ha llegado la hora de que, por el bien común, cada parte deje de señalar la basura acumulada en el patio del vecino y se concentre en barrer del propio las rémoras del pasado. Quizá entonces podamos encontrar algo parecido a un patio común en el que instalar una mesa y empezar a negociar, cada uno con su relato, qué vamos a hacer con esta escisión del presente.