MI HERMOSA LAVANDERÍA

Bambú

Coixet

Coixet / periodico

ISABEL COIXET

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No hay planta que me fascine tanto como el bambú. Los bambús gigantes de Japón y de Costa Rica ante los que he permanecido muda y llena de admiración, mucho tiempo, sin saber por qué. Los silvestres que aparecen en las riberas de los pantanos. Los más comunes que crecen de repente en las cunetas. En el lugar menos pensado, aparece ese tallo largo, espigado, rematado tímidamente por hojas delicadas que no huelen a nada, salvo a tierra y a humedad. Es una planta aparentemente frágil, pero si algo he aprendido de ella es que no hay que fiarse de las apariencias: es más fuerte y vigorosa de lo que aparenta. En Oriente, evoca un laberinto para samuráis, perdidos en alguna fortaleza lejana, víctimas de algún hechizo. O uno puede imaginar a algún extra de Apocalypse now todavía perdido en la selva. En el Caribe, el bambú es refugio de monos aulladores, de tucanes, de perezosos. Increíbles perezosos de largos brazos, moviéndose con calculada destreza entre sus ramas.

Y en el patio salvaje de este apartamento, entre la barbacoa medio chamuscada y los bancos de madera sin pintar prematuramente envejecidos, sin yo buscarlo o saberlo, me esperaban un puñado considerable de bambús de casi cuatro metros de altura. Es sorprendente lo bien conservados que están en medio de este clima inmisericorde. Cada mañana, me asomo al patio y veo a las ardillas gigantes que saltan de rama en rama, despistadas por la flexibilidad con que se mueven y rebotan los tallos del bambú. Cuando hace sol, veo las sombras que se proyectan en la pared de la cocina, el único lugar soleado de la casa. Me hago una cafetera y soy capaz de bebérmela entera mirando los tallos y su reflejo en la pared. No echo de menos el buen café, ni mis propias plantas, ni tan siquiera mi ciudad, si miro por esta ventana. Se levanta viento y disfruto viendo esas sombras que se mueven como en una pantomima javanesa. Llueve y veo cómo se acumulan las gotas en las ramas, una a una, sin amontonarse, en disciplinada convivencia.

Esta noche ha caído una tormenta de nieve gigantesca. La puerta de mi casa estaba atascada y era casi imposible salir. Casi he gritado al entrar en la cocina. Con el peso de la nieve, las ramas del bambú del patio se han venido completamente abajo hasta tocar el suelo y algunas han chocado con la ventana, cubierta de blanco, por donde asoman tímidamente unas ramitas verdes. No sé si salir y sacudir las ramas. No sé cuál es la etiqueta que hay que seguir en invierno con los bambús. Me quedo en la cocina y hago café. Poco a poco, a medida que la nieve se derrite, las ramas se van incorporando y en apenas unas horas desde que cesó la tormenta, el bambú ha vuelto a medir cuatro metros y se yergue orgulloso en este patio de Brooklyn, donde ni las ardillas ni la nieve ni el caos conseguirán doblegarlo.