ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Avergonzarse del éxito

Avergonzarse del éxito

Avergonzarse del éxito / LEONARD BEARD

DAVID TRUEBA

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Hace poco, hablando con un veterano director de cine, rememoraba con cierta diversión aquellos tiempos, hacia la mitad de los sesenta y hasta los primeros ochenta, en los que disfrutar con alguna película del éxito comercial era un motivo de vergüenza. Tanto la crítica especializada como la orgullosa jerarquía profesional consideraban que si el éxito popular te bendecía con su suerte, esto no era motivo para sacar pecho y presumir, sino para bajar la cabeza y humillarte ante los que no alcanzaban ese refrendo popular y, por lo tanto, eran ejemplo de talento indomesticable al gusto ajeno. Es obvio que esa actitud, que tenía mucho de ridícula y acomplejada, llegó a excesos grotescos. Tenía, además, una tintura ideológica, que provocaba que algunas obras maestras de la cultura popular, por ejemplo en el cine, fueran desconsideradas por defender valores conservadores o ensalzar la iconografía imperialista norteamericana. Por suerte, son tiempos superados y, aunque hoy sigue habiendo gente que confunde el argumento de una pieza con su calidad artística y somete a su fastidiosa ideología las obras culturales o de entretenimiento, hay una diversidad de opinión que permite escapar de esos delirios.

Sin embargo, y en esto me hizo pensar la rememoración de mi veterano colega, quizá nos hemos excedido en la dirección contraria. La aceptación del éxito comercial como el veredicto definitivo sobre una obra provoca sonrojantes orgullos profesionales. Siempre es feo ver presumir a alguien de éxito en el entorno cultural, olvidando que solo el paso de las décadas concede algún estatus, pero es habitual que entre las virtudes de una obra se incluya su rendimiento en taquilla o sus datos de venta. No es raro que en entrevistas y promociones, músicos, escritores y cineastas expongan sus cifras para acreditar un éxito, presuman de comerciales para ganarse la admiración de una sociedad materialista hasta límites ridículos. El malentendido se prolonga en un entorno cultural que ha perdido rigor crítico. Entre otras cosas porque una gran parte de la crítica profesional se ha atrincherado en un dogmatismo sectario y cuyo aislamiento intelectual le ha hecho perder la influencia social. Así, ya no hay lector ni espectador ni oyente, sino tan solo consumidor y, por lo tanto, como la propia palabra indica, es el nivel de consumo el que ratifica o penaliza un esfuerzo creativo.

A nadie le apetece que regrese esa vergüenza ante el éxito de la que hablábamos. Una parte del criterio crítico, cuando fue ejercido por escritores, músicos o cineastas profesionales, consistió en rescatar el rigor y la calidad de quienes eran despreciados solo por ser populares. Pero sería interesante recuperar algún gramo de ese avergonzarse del éxito propio, casi disculparse por él, apuntar hacia el malentendido en el que siempre se sostiene y, en lugar de festejarlo como un baremo esencial, incluir un pellizco de complejo, fragilidad y humildad. Son malos tiempos para no ser jefe de propaganda de uno mismo y dedicarse al ensalzamiento propio en los vericuetos promocionales a los que obliga cualquier desempeño artístico, pero conviene no perder de vista que la modestia, la humildad y la autocrítica no son debilidades, sino formas esenciales de la educación pública. Así que a toda exaltación de un éxito exijámosle una dosis prescriptiva de bochorno y decorosa sospecha.