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OLGA MERINO

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Ya no borro a mis muertos del móvil. No me da la gana, y eso que ya pasan con creces de una mano empezando por la a de abuelos. A veces fantaseo con la tontería de marcar el número, que contesten y enhebrar así la más banal de las charlas, como si nada, como si hubiéramos quedado a comer o estuviésemos 'desquedando', lo más seguro en el ritmo frenético de los días.

Este año que acaba ha sido duro en pérdidas. A mí me han tocado tres, una por cada uno de los círculos concéntricos con que se va entretejiendo la existencia: la familia, los amigos, los compañeros de trabajo. Mi tío Antonio, Ana María Moix Joan Barril, quien debería estar escribiendo estas líneas como si nada, como si no se hubiese roto la cadencia natural de los miércoles.

«Y un solo de trompeta en la calle oscura al final del día», dice el recordatorio del funeral de Ana; es un verso suyo, extraído de 'Baladas del dulce Jim'. Los tarjetones de los tres entierros reposan sobre la mesa.

Vidas bien usadas

Los tres se han ido temprano —Antonio y Joan con apenas un día de diferencia—, los tres en los 60, esa edad en la que, supongo, ya se han esfumado las prisas y se empieza a disfrutar de cierta lucidez, sin demasiados peajes, aún, del cuerpo. Los tres dejan una vida bien usada, que es la mejor manera de abandonarla.

«'Morir és molt més fàcil que veure morir. Potser perquè veure morir és morir dues vegades'», dejó escrito Joan Barril. Cuánta razón tiene, sobre todo al constatar el dolor a contrapelo de sus progenitores, el del papá centenario, el mismo que comparte con Ana, la mamá de mi tío. La ley natural vuelta del revés. ¿Acaso existe peor mazazo que sobrevivir a un hijo? Jorge Luis Borges, el más visionario de los ciegos, reparó en que no existe una palabra en castellano, ni en ninguno de los muchos idiomas que conocía, para definir al progenitor deshijado. Ese hecho atroz no debería ocurrir porque no existe un término para ordenarlo.

Los demás, quienes no somos los padres, recordamos la lección de que la muerte no es un concepto vago, ni difuso, ni ajeno. Nos quedamos tal vez con la comezón de no haber hecho más, de no haber estado más cerca en los últimos días, por la estupidez de confundir lo urgente con lo importante. Excusas de mal pagador. Una manera como otra de darle la espalda a la muerte, aun cuando la fruición de las horas solo se alcanza con la idea de la caducidad.

Funeral laico, homilía religiosa o una versión entreverada. Cada uno de los tres tuvo el sepelio que quiso. Porque, a fin de cuentas, ¿qué más da? A la hora de la verdad, la vida, arropada por el manto de un credo o vivida en cueros, converge en el mismo lugar: el amor, la generosidad, la huella, el pequeño punto de luz que hayas dejado. Ese que, pasados los años, tal vez haga que no quieran borrar tu teléfono de la agenda.