Geometría variable

Artur Mas y la división del catalanismo

JOAN TAPIA

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El líder de CDC y después president de la Generalitat siempre dijo que el camino hacia la independencia era difícil pero posible si se hacía de forma inteligente, acumulando fuerzas y logrando una gran unidad de la sociedad catalana y, como mínimo, del catalanismo. Siempre pareció un sueño demasiado ambicioso, porque una cosa es la unidad del catalanismo como protesta a una determinada organización del Estado y como demanda de más autogobierno y otra muy distinta pensar que la sociedad catalana podía cerrar filas en torno al objetivo máximo de la independencia. Los errores repetidos del PP están ahí -el máximo, la sentencia del Constitucional-, así como cierta falta de valentía del PSOE, pero romper un Estado en la Europa del siglo XXI es algo mucho más grave y complicado.

Y así ha sido. La política de Artur Mas ha fortalecido el sentimiento independentista y ha radicalizado la política de CDC -al hacerla depender progresivamente de ERC e incluso de la CUP-, pero ha ido agrietando la unidad del catalanismo. El PSC no podía transitar por la vía independentista (aunque fuera disimulada bajo la petición de consulta) y una amplia mayoría del partido decidió promover una política propia de reforma constitucional, no sin grandes desgarros internos. Ahí está el caso del conseller Antoni Castells. Pero para los nuevos estrategas de CDC no importaba. El PSC -decían- dependía del PSOE y había elegido la traición. ¡Qué enfoque tan primitivo de la realidad política!

Después vinieron las advertencias empresariales, un sector en el que CDC siempre había sido reconocida y que es esencial para el crecimiento económico y la creación de empleo. Tampoco importaba. Los empresarios tienen intereses, son cobardes y al final seguirán. Curioso para un candidato que no dudó en definirse como bussines friendly.

Ahora resurge con fuerza -ante la trascendencia pública de las dudas de Josep Antoni Duran Lleida de abandonar la secretaría general de CiU- el fantasma de la ruptura de la coalición que ha dominado la política catalana, incluso en los años del tripartito, desde la recuperación de la autonomía. El desencadenante ha sido, sin duda, la actitud de CDC ante el relevo en la Jefatura del Estado y las palabras del conseller Francesc Homs refiriéndose a la casa real como  un negocio familiar, impropias de un portavoz del Govern. Pero la fisura viene de lejos, desde que -bajo la piel de cordero de exigir una consulta, como si los catalanes no hubiéramos votado repetidas veces en los últimos años- se empezó a vislumbrar que Mas y su núcleo de Convergència habían puesto la directa hacia la independencia.

Ahora también se dirá que Duran es un democristiano sospechoso, que tiene intereses ocultos y que bordea la traición. La realidad es que es un componente esencial de la coalición construida por Jordi Pujol durante muchos años, y ahora se plantea la dificultad de seguir la ruta independentista marcada por Mas y condicionada por Oriol Junqueras. Además, en las últimas reuniones de la  ejecutiva y permanente de CDC, tanto Xavier Trias como Germà Gordó y Santi Vila también han cuestionado la radicalidad con la que un sector (Oriol Pujol) quería abordar la votación sobre Felipe VI.

La realidad es que el independentismo ha crecido y se ha radicalizado, pero al mismo tiempo la unidad del vasto movimiento catalanista -fruto de complicidades de muchos años- se va resquebrajando. ¿Es esa la mejor política para Catalunya, país azotado por una grave crisis? Es indudable que no. Sugerir que lo que representan José Montilla, Pere Navarro, Juan Rosell y Joaquim Gay de Montellà, Duran y muchos ciudadanos catalanistas pero no independentistas son cosas del pasado es más propio de una concepción leninista-nacionalista de la patria que de una política integradora.