Aquellos meses ya no son aquellos meses

Empiezo este artículo con la conclusión que hay en el título. Sí, aquellos meses, los de hace años, me parece que han cambiado. Ya hace tiempo que sus nombres fueron traicionados. Porque septiembre, octubre, noviembre y diciembre fueron bautizados así porque septiembre ocupaba el número siete del calendario, octubre era el octavo, noviembre era el noveno y diciembre el décimo.

Cuando al calendario se añadieron dos meses, la referencia numérica dejó de ser válida. Octubre, el mes que era el número ocho -octoSEnD, ahora es el número diez. En nuestras costumbres y nuestro clima es un mes de transición, que va abandonando el otoño para abrir la puerta del invierno. Naturalmente, esta evolución es siempre imprecisa. El señor Tiempo nunca ha sido sometido a ninguna disciplina, nos acaricia cuando quiere y nos castiga cuando le parece. Porque hablar del otoño supone acudir a los tópicos, probablemente incompatibles con la realidad.

Hay dos opciones para encararse con el otoño: la que es característica de los poetas y prosistas literarios, y la de la experiencia popular. Los poetas lo tienen fácil. «Estación de la niebla», dijo un poeta inglés. Definición comprensible en tierras no latinas. Y quizá también tiene razón otro poeta: «Otoño gris, qué dulce e infinita tristeza en los marchitos jardines...». Pero solo tiene una razón lírica. La verdad no se deja aprisionar entre bonitos adjetivos.

Quizá mucho tiempo atrás el otoño era más formal. Incluso tengo la impresión de que cuando yo era joven las contradicciones entre el otoño y el clima que se le supone eran más discretas que hoy. Reconozco que me puede influir el hecho de que, desde hace semanas, escribo estos artículos acompañado por un cielo limpio y una temperatura primaveral. Quizá cuando el lector se detenga en esta columna tendremos un buen chaparrón y unas ventoleras incómodas.

Octubre lo aguanta todo. Incluso tuvo que soportar que el primer día de su mes fuera impuesto como el Día del Caudillo.