Agosto griego

¿Dónde reencontrarse con la helenidad en una Grecia depauperada y con el lujo y la miseria tan cercanos?

JOAN OLLÉ

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Nos merecíamos vacaciones: los voceros de todas las causas nos han aturdido más que nunca intentando que nuestros votos, como hojas muertas de otoño, aterricen en su saco. Y  luego el calor, como si la naturaleza se obstinase en añadir más leña, en incendiar el fuego. Escogimos Grecia para pasar allí una semanita, cambiar de aires e intentar coincidir con Varoufakis para que mi compañera, como tantas otras damas admiradora del motorizado Pithecanthropus, pudiera hacerse un selfi con él. Y, de paso, preguntarle a Pericles o a Aristóteles, papás de la democracia, si en septiembre la unidad métrica catalana debe ser el voto o el escaño, así como preguntarles qué piensan de la deformante ley de Victor D'Hondt, por la que nadie protesta. ¿No habíamos quedado en que «una persona, un voto», ya residas en Puiglagulla o en la Vila Olímpica? Y aún Mas si la cosa va de carácter plebiscitario: a la Llista le sientan muy bien los desequilibrados ¡sí! del «territorio», tonta palabra que no significa nada. Puestos a exigir Eldorados, un día de estos propondré una lista única a favor de Barcelona Distrito Federal, o de Ciutat Vella Lliure, mi cotidiana patria.

Pero estamos de vacaciones, y en este paréntesis apolítico reina otra insultante ley contra natura: la del overbooking que permite a hoteles y aviones dejarte tirado en la calle o en la sala de espera de un aeropuerto cuando tú, previamente, te has tomado la molestia de reservar y pagar una habitación o un vuelo confiando en la seriedad de la gente. Los míos y yo decidimos -por precio, naturalmente- encomendarnos a las líneas aéreas de la bancaria y relojera Suiza para que nos trasladasen a la depauperada Grecia. Nos ofrecieron algunos euros a cambio de su atropello.

Aterrizamos en Atenas a media tarde, justo para comprobar que la plaza Sintagma estaba en calma, casi pintada, porque la desesperación también veranea y no es filosófico enseñar las vergüenzas al turismo ávido de retsina, sirtaki y Partenón. Las piedras de la Acrópolis -el altar fundacional de la ciudad, la democracia y el teatro- estaban en obras, sostenidas por hierros contemporáneos: los achaques de la vejez.

Al día siguiente embarcamos en un barquito de papel que nos paseó por algunas islas del Egeo. El núcleo urbano de Mykonos es una broma de mal gusto, una obscena sucursal de Vía Véneto o la Quinta Avenida; allá no reinan Sócrates ni Platón ni Esquilo ni Aristóteles, pero sí Hermès, Gucci, Armani y compañía: un escupitajo a la cara a los demasiados refugiados sirios que perfuman con su hedor, tirados por el suelo, los parques públicos de otros paradisiacos islotes. El lujo y la miseria, tan cercanos.

¿Dónde reencontrarse con la helenidad? ¿Tal vez en un rotundo rodaballo a la brasa servido sobre manteles de plástico bajo un techo de parra? ¿En la luna de color mandarina vista desde lo alto de Santorini? Viví en helenidad algunos segundos en Samos, con los comercios ya cerrados, cuando una bolsa vacía de plástico movida por un viento pequeño me siguió como un perro amigo hasta enroscarse entre mis piernas.

Y en los libros. Me llevé, por si las moscas, palabras griegas de Josep Pla y de Lawrence Durrell, y, en el recuerdo, las melodías de Manos Hadjidakis (Los niños del Pireo, cantada en Never on Sunday, en camisón, por la ministra Melina Mercouri), las exasperantemente lentísimas imágenes de Theo Angelopoulos, y, de fondo, la añoranza de Sunion, evocada desde lejos por Carles Riba. Tenía razón el poeta: contempla el milagro, olvídalo, y si queda algo, esto será tu realidad.

Y en una novela de Petros Márkaris, novelista, dramaturgo y guionista de Angelopoulos, que encontré, en francés, en una de las escasísimas librerías del periplo egeo: Le justicier d'Athènes. En ella, el buen policía Kostas Jaritos, casi cuñado del Carvalho de Vázquez Montalbán, debe enfrentarse a una serie de asesinatos perpetrados por un anónimo hacker que invita a los defraudadores a satisfacer de inmediato sus deudas con Hacienda; de lo contrario serán asesinados en un sitio arqueológico con una inyección letal de la misma cicuta que tragó Sócrates. En pocos días, y ante el temor a Thánatos, el Tesoro Público ingresará más dinero que el que los inspectores consiguieron recaudar en años. Naturalmente, el pueblo sale a la calle a reclamar al asesino como presidente. El final no se lo cuento.

Me quedo con Gil de Biedma: «En el barrio de Plaka, / junto a Monastiraki, / una calle vulgar con muchas tiendas. / Si alguno que me quiere / alguna vez va a Grecia / y pasa por allí, sobre todo en verano, / que me encomiende a ella. / Era un lunes de agosto / después de un año atroz, recién llegado. / Me acuerdo que de pronto amé la vida, / porque la calle olía /a cocina y a cuero de zapatos». 

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