Opinión | Editorial

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Una gran marcha que plantea un gran reto

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La manifestación de ayer en Barcelona contra la sentencia del Estatut fue de tal magnitud que forma parte ya de las grandes movilizaciones populares de la Catalunya contemporánea, como la que en 1977 reclamó autonomía, la que en 1987 repudió el atentado de Hipercor y la que en el 2003 clamó contra la guerra de Irak. La historia dirá que el 10 de julio del 2010 más de un millón de catalanes de distintas ideologías salieron a la calle para expresar su gran malestar por el trato recibido como nación y para reclamar otra forma de relación con España. Porque ese, más allá del contenido estricto de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, es inevitablemente el mar de fondo de la marcha de ayer.

Los interminables cuatro años de obsesivo desmenuzamiento del Estatut por el TC y las escandalosas componendas –que resulta ocioso recordar– en torno al fallo instalaron con razón en la mayoría de los catalanes la sensación de que, fuera cual fuera, la decisión de los jueces estaría mixtificada y se asentaría más en consideraciones políticas que en argumentaciones jurídicas. Lamentablemente, así ha sido, y la sentencia, aunque mantiene puntos importantes del Estatut, neutraliza o condiciona severamente avances en asuntos capitales por los que Catalunya llevaba años pugnando –como un mejor balance fiscal o más inversión en infraestructuras– y que tuvieron su concreción en un pacto político en las Cortes.

En la marcha de ayer cristalizó la profunda indignación no solo ni principalmente con el TC, sino con todos aquellos que, más allá del Ebro, se han dedicado en los últimos años a propalar mentiras sobre los catalanes y sembrar cizaña de forma absolutamente irresponsable. Y en este capítulo ha tenido un protagonismo principal el PP, que no ha dudado en anteponer la captación de votos mediante el anticatalanismo al mantenimiento de la convivencia. Por eso es un asombroso ejercicio de cinismo que Mariano Rajoy, líder del partido que activó el tremendo proceso judicial contra el Estatut, diga ahora que en este tema va a actuar «con sentido de Estado».

Como certeramente ha señalado elpresidentMontilla, la sentencia del Estatut debilita la unidad de España y hace un gran favor a separatistas y separadores. Porque la nítida percepción de que el poder central no trata de forma justa a Catalunya está introduciendo en muchos ciudadanos templados de este país la tentación de querer romper el vínculo con España. Ese es el dato estratégico que el PP y el PSOE deben comprender para actuar con inteligencia política. Los catalanes son pactistas por naturaleza, pero no es prudente aprovechar hasta el abuso su disposición al acuerdo.

¿Y mañana, qué?

La imponente manifestación de ayer es un hito, aunque no cabe esperar un cambio radical e inmediato del escenario político surgido del fallo del Estatut. Pero los partidos catalanes tienen la obligación de encauzar y administrar correctamente la enorme legitimidad popular obtenida. No será nada fácil, porque la proximidad de las elecciones autonómicas juega en contra de la necesaria estrategia unitaria. De hecho, el grupo mayoritario del Parlament, CiU, ya ha anunciado que reabrirá de inmediato su inclinación al soberanismo. Y no hay que olvidar que uno de los integrantes del tripartito, ERC, no apoyó el Estatut.

La fuerza de Catalunya en momentos cruciales como el actual reside en la unidad. ¿Hay que desandar lo andado y plantear un nuevo Estatut? No parece razonable tras lo vivido. Pero mucho menos lo sería una apuesta secesionista, porque, al margen de su inviabilidad legal sin dolor, introduciría elementos de división en la sociedad catalana, que tiene en la convivencia uno de sus valores más preciados. Probablemente, pues, haya que intentar lograr por la vía de la negociación con el Gobierno lo que el TC ha hurtado.

El pueblo de Catalunya exhibió ayer unidad y firmeza. Los políticos, en Barcelona y Madrid, deben estar ahora a la altura del reto.