'PUREZA', LA ÚLTIMA NOVELA DEL ESCRITOR NORTEAMERICANO

A la sombra de un gigante

Encararse a Jonathan Franzen es una experiencia memorable

El escritorJonathan Franzen.

El escritorJonathan Franzen.

ENRIQUE DE HÉRIZ

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He traducido al castellano Pureza, la última novela de Jonathan Franzen. Al mismo tiempo, tal vez a pocos kilómetros de mi estudio, Ferran Ràfols la estaba vertiendo al catalán y doy por supuesto que decenas de traductores de otros tantos idiomas se han enfrentado en estos meses a la misma tarea, cada uno con su vivencia particular. Para mí ha supuesto una experiencia memorable, como contemplar a un tipo de estatura mediana batirse contra un luchador de sumo gigantesco y constatar al final su milagroso triunfo, con el gigante derrotado en la lona.

Pureza no tiene, como algunas obras anteriores de Franzen, grandes desafíos léxicos, pero sí una extremada exigencia sintáctica: te encuentras a menudo dándole a la ruedita del ratón para ubicar dónde demonios empezaba esa frase que, con engañosa naturalidad, lleva un rato largo enroscándose con otras. Y sin embargo, el texto original (con la consecuente exigencia para el traductor) pone el significado siempre por encima del estilo y obliga a una búsqueda permanente de exactitud y claridad.

El sentimiento más normal en un traductor al terminar un encargo así sería el hartazgo. Normal, después de pasar meses entre las costuras de un artefacto forzosamente imperfecto. Sin embargo, si de mí dependiera, Pureza podría tener otras 700 páginas. Suele decirse que dentro de doscientos años, cuando la gente quiera saber cómo era nuestra época, no recurrirá a los manuales de historia, sino a las novelas. Desde luego, las de Franzen les ilustrarán con vigor, exactitud y un punto de ironía cómo ha sido la vida en occidente durante las respectivas décadas de su escritura. Muchos novelistas nos conformaríamos con la mitad de ese mérito, pero en su caso es solo una virtud secundaria. Su auténtico logro no tiene que ver con el realismo, ni siquiera con la realidad, sino con algo mucho más importante: la verdad.

Como con los buenos poetas, músicos o pintores, salimos de la inmersión en su obra con la sensación, excitante e inquietante por igual, de haber presenciado la revelación casi obscena de una verdad. Una verdad sociológica, tal vez, pero integrada en los sucesos concretos que ocurren a sus muy particulares personajes. Una verdad que nos interpela, que puede incluso empujarnos a la discrepancia, pero que rehuye la condescendencia del etiquetaje.

Me llama la atención la medida en que el tamaño del autor fuerza el escorzo de sus críticos, aquí y allá. Prácticamente todos consideran necesario dedicar al menos la mitad de su texto a contextualizar su postura. No hablo de si terminan opinando a favor o en contra, que cada uno sabrá, sino de la pueril necesidad de señalar que la novela es maravillosa pese a todas las maldades que se atribuyen a su autor; o bien es deplorable aunque no haya más remedio que reconocer su genialidad.

Máquina de etiquetar en mano, administran los tiempos: Fulanito es decimonónico, Menganito es posmoderno, como si a algún lector le importaran todavía esos apriorismos. Por no hablar de la cacofonía absurda de las redes sociales, donde las opiniones rebotan con un mecanismo demasiado parecido al que se da en los parques infantiles de todas las plazas del mundo: «Mamá, mamá, ese niño ha dicho caca.» Casi nadie tiene espacio, en cambio, para estudiar la paradójica complejidad de la estructura de Pureza: siete piezas que parecen yuxtapuestas, pero al mirarlas de cerca revelan una especie de troquelado, un mecanismo de sutil superposición temporal que nos obliga a avanzar y retroceder a merced de la verdad que se va desvelando, como en un baile. O para mencionar la brutal extensión del abanico temático. O, como parecería casi obligatorio, para hablar del sentido del humor, sin el que es imposible explicar este libro. Franzen pelea contra el gigante de su ambición y, a mi parecer, lo derrota; algunos de sus críticos fingen pelear con él, pero malgastan la energía boxeando contra su sombra agigantada.

La novela se llama Purity en inglés. Es el nombre de la protagonista y los nombres no se traducen. Franzen, sin embargo, permitió que la edición en castellano se titulara Pureza (y en catalana, Puresa) porque el texto repasa de manera exaustiva todas las facetas del diamante expuesto en esa palabra: la pureza sexual, moral, política, emocional, afectiva, ecológica, y sus correspondientes contrarios. En el arranque del fragmento final, se pone a llover y se asoma de pronto la emoción del último atisbo de pureza, lamentablemente efímero: el del agua derramada. Yo me puse a llorar, pero creo que las lágrimas no brotaban de mis ojos de traductor, sino de los de novelista. Y lloraba de envidia.

He dejado para el final un aviso para los coleccionistas del morbo: el autor contestó a mis correos electrónicos no solo con cortesía, sino con verdadera amabilidad. Hizo gala de un excelente humor, fue humilde, agradeció los cuatro reparos menores que pude ponerle y hasta fingió con elegancia que la causa de mis dudas no era mi propia ignorancia, sino alguna supuesta torpeza suya. Lo siento: no puedo atestiguar que lo haya visto comer niños, ni nada parecido.

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