CRÍTICA

'La piel que habito', ojos con mucho rostro

Quim Casas

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Aunque parece que siempre hace más o menos la misma película, la tendencia natural de Pedro Almodóvar es la de reinventarse filme tras filme. Para ello se sirve de los géneros como tapiz sobre el que desarrollar sus peculiares historias que parten de clichés genéricos, de situaciones en apariencia recurrentes en su cine, para desarrollar nuevas pautas, nuevas métricas y armonías del relato.

La piel que habito es, posiblemente, una de sus obras más extremas y arriesgadas. Puede tomarse literalmente en serio o en broma, y bordea siempre lo sublime y lo ridículo siendo fiel a una imaginería, a una manera de contar, al desvarío de las pasiones extremas. Almodóvar reconoce en todo caso un referente evidente, el de la obra maestra de Georges Franju Ojos sin rostro, un filme brutal sobre la piel joven, la piel fresca con la que debe reconstruirse el rostro quemado de una mujer. Pero lleva la idea hacia otros terrenos dramáticos y afectivos, usando también, y muy bien, elementos procedentes de un género o derivación genérica y popular hoy reivindicada, el giallo o cine de intriga terrorífica italiano.

La historia, alambicada y asombrosa a partes iguales, delirante y enfermiza, es en el fondo lo de menos. Almodóvar habla de suplantaciones, intercambios, afectos y venganzas con pasmosa naturalidad y filma las situaciones más sorprendentes (el final, una antología de la provocación y de la ternura) con una contención que las sitúan en una esfera dramática distinta. Y el trabajo sobre el decorado resulta fundamental: modernidad al servicio de una idea, de una emoción.