DESTINO LAS VEGAS (3)
Ferraris y propinas
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
JORDI PUNTÍ
Su primer día de trabajo, Mike llegó al casino hacia las seis de la tarde. El encargado le preguntó por la barba y él le contó que se había afeitado para dar mejor impresión, lo que le hizo ganar puntos al instante. Le dieron un uniforme y le presentaron a su compañero de turno, un armenio de carácter arisco y movimientos bruscos que tenía que enseñarle el arte de aparcar coches.
—Me dediqué a aparcar coches durante unos cinco meses —recordaba Mike Franquesa—, hasta que el destino me llevó hacia otro lugar. Aunque era aburrido, fue un aprendizaje para entender de qué va eso de Las Vegas, los códigos sociales que rigen en la frontera entre los que trabajan y los que van de juerga. Aparcábamos lo coches que querían acceder al New York-New York, un casino que pretendía atraer al público con un perfil en miniatura de Manhattan y una copia de la estatua de la Libertad cuyo rostro siempre estaba apenado. Abríamos las puertas, saludábamos a los clientes y luego conducíamos sus vehículos dando la vuelta a la manzana, hacia un párking subterráneo. Una vez allí, si había algún auto reclamado en la salida, nos daban las llaves para que lo devolviéramos a su propietario.
Nunca estábamos quietos y si digo que era un trabajo aburrido, es porque la mayoría de coches eran de alquiler, funcionales y sin gracia alguna. Además, las propinas también eran escasas. Pero de vez en cuando llegaba un Maserati, un Ferrari, y entonces el armenio y yo nos peleábamos discretamente para ver quién se hacía cargo. Él tenía más experiencia, claro, pero a veces también era mi turno. ¡Ay, esos cinco cortos minutos hasta el párking! En más de una ocasión, cuando metía la segunda marcha del Ferrari, o del Porsche, y el motor rugía, habría acelerado para escapar y dar rienda suelta a ese pura sangre, salir a correr la noche de Las Vegas, más allá del bulevar, y meterme en otro casino, ahora como cliente. Dejaría mi Ferrari en la puerta y entraría a jugar y a celebrarlo... Por suerte o por desgracia, en ese punto mi ensueño se deshacía bajo el tintineo luminoso de los anuncios, arriba en la noche, como dólares caídos del cielo, y esa lluvia de dinero inexistente me colgaba y me ahogaba hasta que surgía la culpa: una voz en mi interior me recordaba que había venido a Las Vegas a curarme del juego, no a regodearme en él. Todavía asiendo el volante del Ferrari, luego me corregía y me dejaba tentar por la idea de perderme para siempre, desaparecer en el desierto, y si no lo hacía es porque no habría sabido adonde ir...
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Mike Franquesa se calló, como si esos momentos difíciles aun le dolieran, y para distraerle le pregunté qué otros empleos había tenido.
—A ver —dijo—. Los del casino nos daban fiesta un día por semana, pero a menudo Wilfredo Bonany lo aprovechaba para resituarnos si tenía una baja inesperada, casi como un ejército de clones latinos a su servicio. Así es como llegué a ejercer dos o tres veces de gondolero en el Venetian. Qué ridículo. Mi función era conducir la góndola por los canales del casino, donde el agua y el cielo eran de un azul de dibujos animados. Tenía que entonar 'Oh sole mio!' cada cinco minutos y pararme frente al falso Puente de los Suspiros, en el que una pareja de palurdos de Texas. Ohio o Nebraska se dieran un beso apasionado. Además también limpié la piscina del Country Club, hice de camarero egipcio en el casino Luxor y me cuidé de recoger los proyectiles y cambiar las dianas en un club de tiro. Todos esos empleos no eran más que satélites del aparcacoches, algo que terminó mal.
—¿Terminó mal? ¿Por qué?
—Pues por culpa de unos catalanes precisamente. Una noche atendí a un coche alquilado en el aeropuerto, como tantas veces, y de su interior salieron dos parejas de mediana edad. Una de las mujeres me miró fijamente y, mientras su marido me entregaba las llaves del coche, dijo: "¿Tú eres Miquel, verdad? ¿El primo de Mireia?". Levanté la vista sorprendido y, como suele suceder con los catalanes cuando van por el mundo, incapaz de controlarme, le dije que sí, claro, y les saludé con alegría. Eran unos amigos de mi prima de Mataró y solo nos conocíamos de haber coincidido en alguna fiesta veraniega, pero me solté y lo aproveché para charlar un rato. Hacía medio año que no hablaba en catalán con nadie y me resultaba difícil escoger las palabras. Al cabo de un rato nos despedimos y quedamos para tomar una copa más tarde, cuando terminara mi turno, pero ya no los volví a ver. Mi compañero armenio se me acercó y con una sonrisa burlona me dijo: "Michael, ¿eh? No Will". De alguna forma hizo correr la noticia, porque al cabo de media hora Wilfredo se presentó en el casino, muy exaltado, y me dijo que tenía que ahuecar inmediatamente. Había metido la pata. Resulta que el armenio formaba parte de un esquema parecido, que ocupaba a inmigrantes ilegales de Oriente Medio, y se repartían los sitios de empleo junto con Wilfredo Bonany. Puede que el armenio no fuese armenio, sino iraní, o turco, vete a saber. Ahora mi error había puesto en peligro toda la estructura, y había que salir pitando, escurrir el bulto, desaparecer de allí.
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