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Adiós al cazador de palabras

El pasado 13 de abril murió a los 74 años Eduardo Galeano, el autor de 'Las venas abiertas de América Latina', el mismo libro que Hugo Chávez le regaló a Obama en el 2009 para que comprendiera las heridas del sur. Su amigo Fabián Kovacic (Buenos Aires, 1966), corresponsal de la mítica revista 'Brecha' en Argentina, publica el 9 de mayo 'Galeano. La biografía' (Ediciones B). Aquí cuenta cómo se conocieron, su grandeza y su adiós «en silencio».

barcelona. Eduardo Galeano, en Barcelona, durante la gira de presentación de su libro 'Los hijos de los días', en mayo del 2012. A la izquierda de la foto, Fabián Kovacic, autor de este artículo.

barcelona. Eduardo Galeano, en Barcelona, durante la gira de presentación de su libro 'Los hijos de los días', en mayo del 2012. A la izquierda de la foto, Fabián Kovacic, autor de este artículo.

POR FABIÁN KOVACIC

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Lo conocí en 1992 en el mítico bar El Brasilero, en la ciudad vieja de su Montevideo, donde el aroma del mar y el puerto se combinan con sus recuerdos de juventud.  Hablamos largo sobre sus días en Buenos Aires, donde fundó la revista Crisis en 1973 hasta el cierre en agosto de 1976 tras la irrupción de la dictadura de Videla y sus secuaces. Hablaba pausado, sin estridencias, pesando cada palabra con precisión de orfebre. La revista Crisis era el objeto de mi tesis doctoral en la Universidad de Buenos Aires y todas las referencias apuntaban a Galeano.

Era un tipo que, como el escritor argentino Roberto Arlt, se forjó por prepotencia de trabajo. Su obsesión por el dato, la manía por volver a escribir una y otra vez hasta encontrar el tono exacto había nacido en las mesas de los cafés de Montevideo escuchando a los españoles exiliados por el franquismo, pero sobre todo por el consejo de su Maestro, como él mismo lo definía: Juan Carlos Onetti. «Siempre me decía que los textos sentidos se escriben a mano y se pasan en limpio después, a máquina», me dijo en otra ocasión. «Ese fue el mejor consejo que me dio Onetti», remató.

Nació en 1940 en el seno de una familia católica donde se mezclaba sangre alemana, británica, española e italiana. A los 14 años todavía se consideraba un Hughes Galeano y era un joven seguro de sí mismo. En la estancia familiar, en Tacuarembó, se reunían en las tardes de verano sus tías con amigas y él era el único de los niños al que permitían colarse  por ser el mayor. Una tarde atragantó a las invitads con el té y las pastas de crema hablándoles de la estupidez humana que implicaba el matrimonio y la importancia del amor libre desde edad temprana.

Como dibujaba naturalmente bien, empezó con unas viñetas en el periódico El Sol, del Partido Socialista uruguayo. «Los domingos por la tarde me instalaba allí a dibujar, mientras escuchaba las discusiones entre el viejo fundador del partido, Emilio Frugoni y mi amigo Raúl Sendic. Cuando terminaba mi tarea, Frugoni me invitaba al cine, fue una época inolvidable», me dijo.

En 1960 entró en la redacción de la mítica revista Marcha fundada por Carlos Quijano en 1939. «En periodismo fue mi maestro, sin dudas. Aunque también nos peleábamos feo», recordó en una charla en el 2012. Eran los años 60 y la revolución cubana irradiaba su fe en el hombre nuevo a punta de fusil en toda América Latina. Quijano saludaba el socialismo cubano pero no la toma del poder por la violencia, ni a los movimientos guerrilleros de la región. «Eran los días en que los tupamaros hacían sus proclamas revolucionarias y Raúl Sendic estaba en la clandestinidad. Pasábamos semanas sin hablarnos y era difícil trabajar porque yo era el secretario de redacción y él era el director de Marcha. Teníamos que elegir a un redactor como intermediario hasta que se nos pasaba el enojo», dijo en una entrevista.

EN 'CRISIS' ERA QUIEN DECIDÍA todo y delegaba responsabilidades y tareas. Eso le generó roces. En 1974, cuando la caída del régimen de Salazar en Portugal, la revista decidió hacer un número especial. «Galeano me encargó el trabajo», recuerda el filósofo Santiago Kovadloff. «Nuestro hombre para las elecciones es Alvaro Cunhal, del Partido Comunista», me dijo Eduardo. «Le contesté que mi candidato era Mario Soares, por el Socialista. Discutió con enjundia y soltó: 'Tú eres el encargado de la sección, haz lo que quieras'. Ganó Soares y al mes siguiente se acercó a mi escritorio: tenías razón, pero sigo apoyando a Cunhal». Por ese apoyo varios intelectuales lo tildaron de estalinista. «El estalinismo siempre me pareció terrible. Matando ideas, evitando la crítica y el pensamiento vivo», se despegó.

Condenado a muerte en las listas negras de la dictadura argentina, partió al exilio y desembarcó con Calella de la Costa, cerca de Barcelona. Desde ese momento se convirtió en escritor a tiempo completo. «El periodismo es muy caníbal», me confesó café mediante. «Uno está siempre alerta y eso desgasta, cansa. Me pasó con Marcha, después con el diario Época en 1962, con la revista Crisis. Hay que saber parar a tiempo».

En España escribió dos de sus tres tomos titulados Memoria del fuego, textos cortos para contar la historia de América Latina. «Tenía ese proyecto desde que terminé Las venas abiertas de América Latina en 1970», confesó. «Escribí Las venas… en 90 noches, mientras trabajaba en la Universidad de la República, en Montevideo,  para presentarlo a tiempo en el concurso de Casa de las Américas, en La Habana. Pero el jurado consideró que no era una obra seria», me dijo dolido y fastidioso pese a los años transcurridos. Sin embargo, fue la obra con la que saltó la frontera de su país para instalarse en todo el continente y alcanzar al resto del mundo.

La caída del muro de berlín, por si quedaban dudas, disolvió los restos de manchas que lo pintaban como un izquierdista intransigente, marxista obcecado. Puso su mirada reflexiva sobre los movimientos sociales que en el continente reclamaban contra el liberalismo, las privatizaciones y la vida por un puñado de monedas en un capitalismo sofisticado y seductor. Sus libros tomaron el camino del cuento, la anécdota y el relato corto como metáfora del vértigo en la posmodernidad. Su coherencia siguió intacta desde que se propuso taladrar los límites en el uso de la palabra dados por un sistema de normas que etiqueta periodismo, literatura y poesía en compartimentos estancos.

Toda su obra es una evolución en ese sentido. Desde Los días siguientes, la novela publicada en 1962 por su amigo el anarquista español Benito Milla y su editorial Alfa en Montevideo, pasando por Los fantasmas del día del león, ese relato policial de un asalto de hampones argentinos en el corazón de la capital uruguaya. En La canción de nosotros, donde la dura realidad de los días de cárcel y tortura se cuentan en la piel de Clara, Ganapán y Buscavida en una capital sudamericana, o en Vagamundo donde los primeros rompecabezas de su vida personal empiezan a despuntar. Pasa en limpio sus años de periodista urgente en Días y noches de amor y de guerra, donde comienza la etapa del exilio. Con la vuelta a su tierra latinoamericana, adopta definitivamente la metáfora y el texto corto en Bocas del tiempo, Patas arriba: la escuela del mundo al revés, Espejos Los hijos de los días, cuando no incursiona directamente en la metáfora del mundo con El fútbol a sol y sombra o la condena explícita al consumismo en Uselo y tírelo.

Saludó la llegada de gobiernos progresistas y se consideraba amigo del venezolano Hugo Chávez. Le hizo gracia que le regalara Las venas… a Obama. Pero esa amistad con la nueva izquierda no le impidió criticar los atentados al medioambiente que los presidentes Néstor Kirchner, Tabaré Vázquez y hasta el propio Pepe Mujica cometían con la minería a cielo abierto y el fracking petrolero.

Me lo volví a cruzar unos años después, cansado y con la salud quebrada. Primero los infartos en el exilio y luego, el cáncer. Mantenía la mirada y las palabras con el mismo tono, altivo, seguro, transparente. Instalado en su casita del barrio del Buceo, salía a caminar con su perro por la arena de la playa, mirando el espejo del río-mar que baña su ciudad amada. Así bordeaba toda la bahía y llegaba a sentarse en El Brasilero donde lo esperaba su mesa y desde hace 10 años su propio café, el Café Galeano que incluye crema, dulce de leche y amaretto como marca registrada de su lugar de pertenencia. Allí pasaba las tardes leyendo, charlando como en sus años juveniles y cerca de la vieja redacción ya desvencijada de la revista Marcha, en el corazón de la ciudad vieja.

No quiso su biografía e hizo lo posible para evitar que me metiera con su vida periodística. Pero al fin y al cabo era un uruguayo discreto, pudoroso, amigo de los silencios y los gestos breves. Dejó hacer sin ánimo de colaborar y se fue en silencio. Como los grandes, aquellos de bajo perfil.