Abajo la ortografía

"Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros", propuso García Márquez en el congreso de la lengua de Zacatecas

TONI CANO / México

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Con un solo, largo y revolucionario párrafo, Gabriel García Márquez hizo temblar los cimientos de la lengua y las viejas calles y casonas de cantera rosa de la ciudad mexicana de Zacatecas, para salvar el primer Congreso Internacional de la Lengua Española. Su ‘Botella al mar para el dios de las palabras’ llevó sonrisas esperanzadas a millones de hispanohablantes y alegró los medios de comunicación e incluso aquella primavera de 1997. "Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros --sugirió el maestro--. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna".

El primer foro de reflexión sobre el español venía marcado y retrasado por el levantamiento armado de los indígenas de Chiapas. Tenía que haberse celebrado tres años antes, en 1994, año inaugurado a tiros por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), cuyo jefe militar, el subcomandante Marcos, era el único en hablar esta lengua. Una de sus bazas fue, precisamente, que los indígenas de distintas etnias aprendieran ‘castilla’ para comunicarse. En aquellos años Marcos fue uno de los ‘escritores’ hispanos con más lectores, gracias a que sus ‘comunicados’ recogían la cadencia de las lenguas nativas.

García Márquez rumiaba su ponencia desde que, en 1993, se anunció a bombo y platillo la celebración del primer congreso de la lengua española. Solo comentó después que tardó "más un mes en escribirla”. Y la fue perfilando, como todos sus escritos, con un afán de precisión, originalidad y buen decir que en esta ocasión le marcaron los tiempos. Un año más tarde, a su petición de “humanizar las leyes” gramaticales tuvo que añadir: "Aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos". Una suerte de homenaje a aquellos indígenas que mostraban más fuego en la palabra que en sus fusiles, la mayoría de palo. En medio de un congreso que nació con problemas y que solo su folio haría histórico.

Ya el solemne acto de presentación del congreso, celebrado a finales de junio de 1993 en un palacio colonial de la capital mexicana, terminó de mala manera. El director del Instituto CervantesNicolás Sánchez Albornoz, habló del brillante tinte académico que iba a unir a los especialistas de las múltiples variedades de una lengua que ya unía entonces a 330 millones de personas. Por parte mexicana, el entonces ministro de Educación, Ernesto Zedillo, que iba a presidir ese congreso internacional un año después, resaltó que México fuera el país elegido como sede del acontecimiento.

Zedillo abrió un turno de preguntas y a este corresponsal se le ocurrió preguntarle si también presidiría el congreso en caso de ser designado candidato a presidir el país. Al tiempo que pagaba el micrófono de un manotazo, el ministro gritó que ese no era el tema y acabó abruptamente el acto. Varios embajadores y académicos salieron comentando: "¿Se imaginan que este fuera presidente?" Menos de un año después el candidato Luis Colosio fue asesinado en un mitin y, en julio de 1994, Ernesto Zedillo era elegido presidente de México. Entre el alzamiento zapatista, la económica ‘crisis del tequila’ y el temple de Zedillo, el congreso del español se postergó tres años.

Al fin, del 7 al 11 de abril de 1997, se celebró el primer y más notorio congreso internacional de la lengua española. Del que solo se recuerda, pero todo el mundo lo recuerda, ese párrafo redentor de García Márquez. El salón estaba abarrotado, expectante. Con un traje que prolongaba el gris de sus cabellos, el escritor trató de centrar la atención en el escrito más que en su persona. Habló del poder de la palabra, del español y del “oficio grande” que exige su historia y aún más su porvenir. Y, de repente, todos los ojos se abrieron, las corbatas temblaron y los jóvenes sentados en los pasillos casi estallaron en aplausos antes de hora.

"Jubilemos la ortografía: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver", leyó Gabriel García Márquez. "Negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos".

 Todos sentimos entonces "un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso", como él dijo antes del párrafo en cuestión. Los periodistas corrimos hacia los teléfonos. La polémica estaba abierta, duraría meses, años. Y el escritor solo sonreía de vez en cuando con sorna mientras volvía a estar tranquilamente en su casa del Pedregal.