EEUU después de la crisis: los retos de la recuperación

En una carta abierta a su sucesor, Obama apunta cuatro ejes de política económica para lograr un crecimiento inclusivo. Para adaptarse a los cambios estructurales quizá no sea suficiente con aplicar las medidas convencionales de política económica

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La influyente revista 'The Economist' publicó recientemente una carta abierta del presidente Barack Obama a su sucesor en la Casa Blanca, en la que analiza los grandes ejes que marcarán las prioridades de la política económica americana en los próximos años. El texto comienza interrogándose sobre los factores que explican cómo en una nación que se ha beneficiado como pocas de la inmigración y del comercio internacional, una parte importante y creciente de la opinión pública se manifieste favorable al proteccionismo y a imponer barreras a los flujos de personas, mercancías y capitales. Es precisamente esta corriente la que apoya a un candidato tan atípico como Donald Trump y forma parte de un clima de reacción contra los efectos negativos asociados con la globalización y el cambio tecnológico que se extiende más allá de las fronteras de los EEUU.

En su carta, Obama admite que una parte de este descontento está fundamentado en una legítima preocupación ante el estancamiento del nivel de vida en capas importantes de la población. La solución que propone es avanzar hacia un nuevo patrón de crecimiento más inclusivo que, sin renunciar a los beneficios del libre comercio y de la innovación tecnológica, distribuya sus frutos de modo más equitativo. Para lograrlo señala cuatro ejes que deberían guiar la política económica: 1) impulsar el crecimiento de la productividad; 2) reducir la desigualdad; 3) garantizar el pleno empleo y 4) mejorar la resiliencia de la economía ante futuros riesgos y, en especial, la amenaza del cambio climático.

Indicador básico de bienestar

En cuanto al primer eje, es un hecho contrastado que el crecimiento de la productividad se ha ralentizado significativamente en las principales economías avanzadas en los últimos 10 años (2005-2015), en comparación con el periodo anterior (1995-2005). El crecimiento de la productividad es el principal factor que explica el crecimiento de la renta per cápita que, a su vez, es un indicador básico del bienestar de una sociedad, aunque no el único y no necesariamente el más relevante en cualquier contexto. La disminución del crecimiento de la productividad, sumada al declive demográfico en las principales economías industrializadas, apunta hacia un menor crecimiento futuro. A su vez, las expectativas de un menor crecimiento debilitan la inversión en activos productivos de las empresas, lo que tiende a reducir el crecimiento en el presente. Y sin crecimiento no es posible garantizar el pleno empleo, reducir la desigualdad o financiar los gastos para hacer frente a las crecientes necesidades de asistencia social y las inversiones para minimizar los efectos del cambio climático. Algunos autores se refieren al «estancamiento secular» que atenaza las economías avanzadas poniendo el acento en una voluntad de ahorro superior a la inversión deseada a los tipos de interés actuales, con poco margen para seguir descendiendo. Para lograr movilizar un mayor volumen de inversión y estimular el crecimiento, estos autores opinan que serían necesarios unos tipos de interés incluso por debajo de los actuales o, en su defecto, una política fiscal más proactiva, acompañada de reformas estructurales.

En su carta, Obama se hace eco de estas inquietudes y reclama un papel más protagonista para las inversiones públicas, los incentivos fiscales a la inversión privada y un mayor y mejor gasto en educación y formación. Pero también pone énfasis en las reformas estructurales y en la necesidad de continuar abriendo la economía americana al comercio internacional, a través de instrumentos como el TPP (Transpacific Partnership), con los países del área del Pacífico, o el TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership), con la UE. Una victoria de Trump iría en la dirección contraria, poniendo en riesgo los avances logrados y provocando, probablemente, una nueva ola proteccionista de alcance mundial. El reto es cómo hacer compatible la globalización con una distribución de sus beneficios más equitativa. Obama propone un conjunto de medidas que incluyen cambios fiscales, un mayor protagonismo de los sindicatos, aumentos del salario mínimo y reducir las diferencias de retribución entre hombres y mujeres. Medidas que probablemente Trump no compartiría.

No parece necesario añadir más argumentos para justificar por qué una hipotética victoria de Trump tendría efectos profundamente negativos, no solo para la economía americana, sino también para la mundial. Pero sí cabe preguntarse hasta qué punto el diagnóstico y las orientaciones que Obama recomienda a su sucesor son suficientes para afrontar con éxito los dilemas asociados con un posible estancamiento secular y, en especial, el declive de la productividad, la desigualdad asociada con la globalización y el cambio tecnológico o el descenso de la participación el mercado laboral.

Un fenómeno compartido

Ante todo, habría que comenzar recordando que no se trata de un fenómeno exclusivo de la economía americana, sino compartido por las principales economías avanzadas. Como nos recuerdan diferentes instituciones internacionales, la pérdida de impulso de la economía y del comercio mundial desde la crisis es un fenómeno de alcance global (sin subestimar el dinamismo de algunas economías emergentes, como India China). En un artículo reciente, dos economistas de la Reserva Federal americana, Joseph Gruber y Steen Kamin, han analizado el descenso en la propensión a invertir en activos productivos, y su reverso, el ascenso en la propensión al ahorro y a invertir en activos financieros, por parte de las empresas no financieras en la economías del G7. Entre sus conclusiones, destacan el hecho de que estas tendencias son anteriores a la crisis, se agudizan a partir del 2008 y se mantienen durante la recuperación. En algún punto de su carta abierta, Obama hace una referencia pasajera a los cambios de cultura y de valores que han facilitado determinados comportamientos que en décadas pasadas se habrían considerado excepcionales, como, por ejemplo, las desigualdades extremas en las retribuciones salariales cada vez más habituales en el sector corporativo.

En este sentido, cabría preguntarse en qué medida fenómenos como la caída de la propensión a invertir están también relacionados con cambios sociales y culturales más profundos, anteriores a la crisis, pero que se han intensificado en los últimos años. ¿Es posible que la caída en la propensión a invertir refleje, hasta cierto punto, un cambio en la actitud empresarial ante el riesgo, en un contexto económico mundial dominado cada vez más por grandes empresas transnacionales, que responden a un conjunto difuso de accionistas y obligacionistas vinculados a través de los mercados financieros? ¿O que el aumento de la propensión al ahorro en el sector corporativo refleje un cambio generalizado en las preferencias de una base accionarial que envejece progresivamente, en favor de una mayor diversificación del riesgo mediante la inversión en activos financieros más líquidos? ¿En ese caso, cuáles serían los cambios sociales que subyacen a estos nuevos comportamientos y cuáles las consecuencias para el crecimiento económico?

Son preguntas abiertas al debate, como la carta de Obama, que apuntan a cambios estructurales en la sociedad con implicaciones económicas a largo plazo. Para adaptarse a estos cambios las medidas convencionales de política económica continúan siendo necesarias, pero quizá no suficientes.