testigo directo

«Señoras y señores, lo tenemos»

El 13 de diciembre del 2003, soldados estadounidenses localizaron a Sadam Husein en un zulo en una granja cercana a su ciudad natal, Tikrit. El entonces enviado especial a Irak de EL PERIÓDICO rememora cómo se capturó al dictador y cómo EEUU se apuntó un tanto que, como se vio pronto, fue más simbólico que real. Una década más tarde, el país árabe es el mismo avispero que el día que cayó Sadam.

Sadam Husein, poco después de su captura por soldados de EEUU.

Sadam Husein, poco después de su captura por soldados de EEUU.

JOAN CAÑETE BAYLE

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En el taxi, a toda la velocidad posible por la maltrecha autopista 8 que unía Diwaniya con Bagdad, esquivando los baches, nos imaginábamos la cara que debía de haber puesto Federico Trillo. La prensa española, aquella mañana de aquel 14 de diciembre del 2003, había madrugado mucho. Trillo tenía previsto llegar a la base de la Brigada Plus Ultra en Diwaniya, el cuartel de las tropas españolas desplegadas en Irak. Al día siguiente, el ministro de Defensa iba a presidir la ceremonia de traspaso del mando de la brigada. Lo hizo, pero casi sin periodistas. Al poco de llegar el grueso de la prensa a la base, tras varias horas de viaje desde Bagdad, empezó a circular el rumor. «Que dicen que han pillado a Sadam». Cara de póquer entre los militares españoles. Cara de incredulidad entre los periodistas. No era la primera vez que se oían rumores de este tipo. «Que me dicen de la redacción que Bremer va a dar una rueda de prensa». Paul Bremer, administrador de EEUU en Irak, virrey de Bagdad. Desde la base, se oían disparos procedentes de la chií Diwaniya. Kalashnikov al aire. Tiros de júbilo. Aires de fiesta. Alguien puso una tele. «Señoras y señores, lo tenemos», vimos decir a Bremer. Los periodistas americanos aplaudieron. Algunos reporteros iraquís lloraron. Los corresponsales españoles que estábamos en Diwaniya salimos pitando en busca del primer coche dispuesto a llevarnos a Bagdad. Desolados, solo se quedaron a esperar a Trillo aquellos que tenían compañeros en Bagdad o los que trabajaban para medios públicos. Una putada, con perdón. «No me puedo creer que estuviera escondido en su jodida ciudad natal», gritó en un control de la autopista, también mal hablado, Pfeier, un soldado estadounidense al que dimos la noticia, la gran noticia en Irak desde el inicio de la guerra: las tropas de EEUU habían detenido a Sadam Husein en Al Daur, una aldea cercana a Tikrit, la ciudad natal del déspota. Sí, su jodida ciudad natal.

Tikrit, al día siguiente, amaneció incrédula. Habitualmente triste, huraña, hostil con el occidental, aquel 15 de diciembre, Tikrit, la ciudad donde nació el legendario Saladino, no creía lo que había sucedido, no quería creérselo. El día anterior, de norte a sur, miles de iraquís habían bailado en las calles y disparado al aire, improvisadas bandas de música habían tocado himnos nacionalistas, los cláxones habían sonado jubilosos, y muchos iraquís se habían saludado con un gesto, las manos juntas como si estuvieran esposadas, que lo decía todo sin decir nada. Horas antes, el sábado 13 de diciembre , el déspota había caído «como una rata», dijeron las autoridades estadounidenses. Un vídeo mostraba a Sadam melenudo y barbudo, desorientado, demacrado, abriendo la boca para que le tomaran saliva para una prueba de ADN. Sadam estaba escondido en un chamizo en Al Daur, protegido por miembros de su propio clan tribal. La granja tenía un pequeño zulo con un conducto de ventilación situado a dos metros bajo tierra, que es donde Sadam se había escondido cuando se dio cuenta de que medio millar de soldados de la Cuarta División de Infantería, con apoyo aéreo, lo cercaba. «Soy Sadam Husein, el presidente de Irak, y quiero negociar», dijo el depuesto rais cuando los soldados abrieron la puerta de su madriguera. «Recuerdos del presidente Bush», repusieron los militares. Sadam tenía consigo un arma pero no la usó. La operación militar se llamó Amanecer Rojo. Un tikriti fue el que traicionó al tirano por una recompensa valorada en 25 millones de dólares. «En Irak -escribe el biógrafo de Sadam Said K. Aburish-, tikriti es sinónimo de deshonesto, ladrón y violento».

ASÍ QUE NO, TIKRIT NO ESTABA de buen humor la mañana siguiente al anuncio de la captura de Sadam. Un vecino decía que el arrestado no era Sadam porque el intrépido rais no se habría entregado sin luchar. Otro decía que era un doble, porque le faltaba una peca en la mejilla. A media tarde, corrió el rumor de que los americanos habían admitido que el detenido no era el tirano. Se manifestaron estudiantes, se desempolvaron armas, se disparó al aire. Era mentira, claro. Al Jazeera y Al Arabiya no dejaban de mostrar las imágenes que lo probaban.

En Al Daur, los soldados estadounidenses dejaban entrar por grupos a la prensa al zulo. El último palacio de Sadam titulé una de mis crónicas de aquel día, en referencia a las lujosas mansiones que el dictador se había hecho construir a lo largo del país. La última (la penúltima, en realidad, ya que la postrera fue la prisión) era un chamizo depauperado situado en un campo de palmerales, naranjos, girasoles y eucaliptos formado por una choza, un cobertizo y el ya famoso zulo, el agujero en el suelo que los soldados nos dejaron visitar, en el que los periodistas pudimos introducirnos para experimentar lo que pudo sentir Sadam. Allí dentro, incluso con la puerta abierta, se respiraba angustia. La cuerda que colgaba de un árbol para impulsarse en la salida se asemejaba tétricamente a una horca.

Había decenas de detalles que describir, sórdidos, tristes, significativos o carentes de todo significado, desde la decoración cristiana hasta las morcillas que colgaban de los naranjales, pasando por la profusión de insecticidas y cremas repelentes de mosquitos y las latas de atún almacenadas en los estantes. La marca: El Atún Feliz. Había un retrete turco y una pequeña biblioteca de unos 20 libros, entre los que destacaba una traducción al árabe de Crimen y castigo, de Feodor Dostoievski, y Muqadimah (Prolegómeno), del historiador árabe Ibn Jaldun. Este gran historiador y filósofo del siglo XIV -nacido en Túnez en el seno de una familia yemení procedente de Sevilla- analiza en este libro (una de las obras cumbres de las letras árabes) los factores que contribuyen al auge y la caída de las civilizaciones y de los gobernantes. Cerca, en el suelo, había un par de calzoncillos de hombre. Los soldados se fotografiaban con reporteros, algún periodista fetichista extraviaba algún objeto de recuerdo en su chaleco de miles de bolsillos y algunos de los traductores iraquís negaban con la cabeza. No podía ser, murmuraban entre ellos. Era mentira. Todo aquello no podía ser más que un gran montaje. Un par de días después, unos manifestantes en Tikrit gritaron a los soldados: «Sadam está en nuestra sangre». «Sadam está en la cárcel», respondieron los soldados.

DE REGRESO A BAGDAD anocheció, y llegué a la capital cuando la noche era cerrada. A pesar de que la insurgencia ya golpeaba, aún no era un locura hacer algo así. No faltaba mucho: unos cuatro meses después empezaron los secuestros y asesinatos de occidentales. La principal incógnita tras la detención del tirano -¿qué ocurrirá con la insurgencia?- pronto tuvo respuesta: en pocos días, Samarra, Faluya, Ramadi, Baquba... ardían en manifestaciones. El triángulo suní se alzó en armas, Bagdad se desangraba por los coches bomba y una insurgencia heterogénea, formada por corrientes opuestas y contradictorias, desde clanes tribales a nostálgicos del régimen, desde islamistas extranjeros a grupúsculos sunís, demostraba a EEUU que Sadam era un símbolo, un gran símbolo, pero que su captura no solucionaba ni la posguerra de Irak ni los problemas de Washington en el país árabe. De hecho, la tragedia iraquí no hacía más que empezar. Con los islamistas a la suya y los estadounidenses incapaces de ofrecer una mínima mejora a la población civil durante años, el país se desangró en una espiral de conflictos, en muchas guerras dentro de la misma, un conflicto que en realidad aún no ha terminado por mucho que EEUU, ahora presidido por Barack Obama y no por el mesianismo neocón de George Bush, se haya desentendido de lo que allí sucede una vez las botas de sus soldados ya no se manchan de polvo y sangre. Diez años después, podemos decir que nunca aprendemos, ahora que el horror que vemos a diario en Siria supera al que solíamos ver en Irak.

El final de Sadam también fue un horror: acabó ejecutado al estilo de muchos de los represaliados por su régimen: en la horca. Él, que había alzado un régimen laico, murió recitando el credo islámico de que Alá es el único Dios y Mahoma, su profeta.