CARTA DESDE estrasburgo // JOSEP Borrell

Los símbolos suprimidos del Tratado de Lisboa

JOSEP Borrell

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Hace un mes, empezaba en Estrasburgo la nueva legislatura del Parlamento Europeo. Se cumplían 30 años de su elección por sufragio universal directo y el presidente saliente, el cristianodemócrata alemán

H. G. Pottering, quiso organizar una pequeña ceremonia para celebrarlo. En la entrada principal, un destacamento del Eurocuerpo, formado por soldados de cinco países al mando de un oficial español que daba las ordenes en inglés, recibió la bandera europea de manos de un colega francés para izarla junto con la de los 27 estados de la Unión.

Un coro infantil interpretó el Himno de la Alegría, mientras un grupo de eurodiputados conservadores británicos mostraba su euroescepticismo cantando el God save the Queen (el himno nacional británico). Con ello contribuían a crear un ambiente no demasiado entusiasta en una tarde gris que amenazaba lluvia.

El Parlamento quiso así reconocer la bandera y el himno europeos como símbolos de esa identidad europea que está por hacer. Pero todos recordábamos que el reconocimiento oficial de esos símbolos fue suprimido del articulado del non nato Tratado Constitucional. Varios gobiernos, entre ellos alguno de los países fundadores como Holanda, temerosos de sus opiniones públicas, insistieron en evitar cualquier cosa que pareciese que se estaba creando el temido superestado europeo.

El Tratado de Lisboa fue así purgado de todo lo que pudiese contribuir a identificar una identidad europea. No importa, dijeron algunos para consolarse; los símbolos solo son símbolos y, en la practica, se ha salvado lo fundamental del Tratado Constitucional. Sí importa, pensamos otros, si de lo que se trata es de construir una identidad política que necesita reconocerse y ser reconocida en los símbolos que la identifican.

Ahora el Parlamento está desierto. El río Ille rodea su hermosa mole de cristal y desde sus aguas la contemplan los turistas. Antes de llegar al Parlamento, el Ille articula la ciudad vieja en una red de pequeños canales comunicados por esclusas que en torno a la catedral. A esa pequeña Venecia le llaman ahora la Petite France. Pero toda su fisonomía urbana refleja la larga pugna entre Alemania y Francia para hacer suya esa tierra alsaciana que pasó de un país a otro según la suerte de las armas.

En una de sus grandes plazas, la estatua del mariscal Kepler recuerda las victorias napoleónicas que la unieron a Francia. Pero la derrota de Napoleón III frente a los prusianos en 1870 la recuperó para el naciente imperio alemán. El Kaiser se apresuro a reconstruir el castillo del Haut Koenisberg, impresionante nido de águilas medieval, abandonado desde el fin de la guerra de los 100 años, para que su bandera dominara la llanura alsaciana. La bandera de nuevo, comadrona de la identidad….

Recuperada por Francia después de la guerra de 1914-18, alemana de nuevo en 1939 y reconquistada por los tanques de la división Leclerc en 1944, es la ciudad ideal para albergar la institución mas simbólica de la reconciliación francoalemana y, desde ella, el proceso de unidad europea.

Esa historia ha dejado cubiertos de cruces los campos que rodean a Estrasburgo, la ciudad en el camino, o burg-strasse. Desde mi despacho en la torre del Parlamento Europeo podía contemplar esos cementerios militares y pensaba que sería bueno no olvidar su historia para que las futuras generaciones no tengan que repetirla.

Hoy no nos parece posible. Algunos de los viejos cuarteles de Estrasburgo están hoy ocupados por unidades francoalemanas. Y, desde luego, ningún joven europeo teme tener que volver a las trincheras. Hemos superado los antagonismos identitarios, que no es poco. Pero estamos todavía lejos de haber construido una identidad común.

Expresidente del Parlamento Europeo.