Las «colas de la vergüenza»
Miles de refugiados esperan la concesión del asilo en una Alemania desbordada
Es mediodía en Berlín. Las calles están tranquilas y el sol hace más soportable el frío otoñal. En un rincón del barrio de Moabit se oye el murmullo de gente que no para de entrar y salir. Es la oficina estatal de Salud y Asuntos Sociales, donde cientos de refugiados se apelotonan haciendo cola para poder solicitar el permiso de asilo. La concesión es indispensable para empezar una nueva vida en Alemania, pero lograrla es más difícil de lo que parece.
Más de 280.000 personas han llegado al país centroeuropeo durante el mes de setiembre, unas cifras superiores a las de todo el 2014. La mayoría de ellas lo han hecho tras un peligroso y exhausto periplo que les ha llevado a cruzar el mar Egeo y serpentear por diversas fronteras balcánicas hasta llegar a la que siempre fue su meta.
Alemania es el destino favorito porque el Gobierno federal tiene un plan de acción que les proporciona cobertura sanitaria, clases de alemán, un apartamento y una ayuda económica para que inicien su nuevo rumbo. Todo eso solo se consigue si se logra registrarse como solicitante de asilo.
El principal problema de los recién llegados es la concesión de su estatus como refugiados. Saben que ello es indispensable, pero la espera es larga.
En Moabit, los mayores hacen cola y esperan pacientemente mientras que las criaturas juegan a futbol o duermen tumbadas sobre lonas de cartón. En un descampado, cientos de personas esperan en línea a que llegue su momento. Las han llamado «las colas de la vergüenza» porque, a pesar de la buena disposición de las autoridades, Alemania se ha visto desbordada. Cada día llega más gente y todo se vuelve más lento y agónico.
NERVIOSISMO
Aunque todos aguardan con paciencia se puede masticar su nerviosismo. Ante el alud de refugiados que llega al país, el Ejecutivo de Angela Merkel ha endurecido la concesión de asilo. Las previsiones de que habrá 800.000 peticiones más hasta finales de año complican aún más las perspectivas y eso no le hace ninguna gracia a Sarfraz Ahmed.
Este joven paquistaní de 25 años lleva 23 días esperando que llegue su turno. «Vengo aquí cada mañana con mis amigos y lo único que hago es esperar a ver si sale mi número, pero aún no ha habido suerte», explica. El número cambia en la pantalla. No es el suyo pero sí el de una pareja africana, probablemente de algún país tan castigado como Eritrea o Somalia, que lo celebra dando saltos de alegría.
Ahmed cuenta que sus amigos llevan hasta 40 días esperando y no se le ve precisamente animado. Quiere dejar atrás su vida en Pakistán y empezar de nuevo en Berlín, pero sin el permiso de asilo todo se complica. Duerme en el campo de refugiados de la capital, a las afueras, lo que le obliga a coger el tren cada día. «No tengo dinero y si no pagas, la policía te detiene, te piden tus datos y luego te dejan ir», dice preocupado. Su número sigue sin aparecer en pantalla. Toca seguir esperarando.
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