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Un ideal a prueba de barrotes

Mandela llegó a Robben Island, situada a 12 kilómetros de Ciudad del Cabo, en el invierno de 1964. Durante 18 de sus 27 años de cautiverio durmió sobre una estera, se alimentó con granos de maíz y su inodoro fue un cubo de hierro. Allí soñó el futuro de Sudáfrica. Témoris Grecko, autor del libro 'Asante, África. Crónica de un encuentro con los pueblos de Sudáfrica, Suazilandia, Tanzania y Kenia' (National Geographic), cuenta aquí la importancia de Robben, hoy lugar de peregrinación.

TÉMORIS GRECKO

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Se lo deben a Nelson Mandela: sin él, la guerra. La evolución del Estado en tan breve tiempo de experimentación democrática ofrece varios ejemplos que destacan entre los más motivadores de los tiempos de la globalización. A pesar de todo, hoy Sudáfrica se aleja de las tragedias endémicas del continente, así como de su propia historia de heroísmo fatal y celebración de lo sangriento, de esa narrativa trágica cuyas claves no se encuentran -aunque podría esperarse- en los muros de congojas de la prisión de la isla de Robben.

No están allí, como tampoco las del otro destino que podría haber tenido esta región del planeta, el fracaso del país, la transición sangrienta, el martirio colectivo que se repite hasta el infinito. En lugar de la república del arco iris de tribus, yo podría haber visitado varias naciones monotribales enfrentadas entre sí, con presupuestos exhaustos por el gasto militar, atenazadas por gobiernos dictatoriales, rotas por el colapso económico. En cambio, los cautivos de Robben se encargaron de que su cárcel guardara las claves de esta Sudáfrica progresista y dinámica.

Un antiguo prisionero político que respondía a cualquier pregunta, incluidas las menos sutiles sobre su propio sufrimiento, guió nuestra visita por las celdas. No había odio en su voz. No lo hubo tampoco en Madiba, como llaman con amor a Mandela. Odio no, sí firmeza: cuando el Gobierno racista quiso calmar los vientos de la insurrección y le ofreció salir de la cárcel, donde lo había recluido durante un cuarto de siglo, Madiba rehusó; pasó años de más en su celda, hasta que estuvo convencido de que le ofrecían garantías suficientes para avanzar hacia una solución definitiva.

Representó al mismo tiempo el discurso amable de la reconciliación y la postura dura del negociador experimentado. Ejerció la presión necesaria: no más, no menos. Dominó sin ejército las armas del establishment amenazado y consiguió controlar a los suyos para sortear los peligros de la ansiedad y las heridas de la provocación. Sudáfrica iba a explotar en una guerra, muerte y destrucción para blancos y negros. Madiba obró el milagro.

Fue elegido presidente y gobernó durante cinco años, en un esfuerzo a dos bandas: romper las ataduras del apartheid y amistar a los enemigos. Se esforzó por desmontar todo tipo de racismo, el de quienes se dicen superiores y el de quienes se dejan persuadir de su inferioridad; se esmeró en conseguir que los diferentes se comunicasen y pudiesen descubrir su igualdad, suavizar los resentimientos, aliviar los miedos. Su emblema fue la bandera multicolor, la más hermosa del mundo, símbolo de la Rainbow Nation, la Nación Arco Iris de todas y para todas las razas. Su práctica fue ubuntu, un concepto mágico africano que da cuenta de la solidaridad, la unidad y el respeto entre los seres humanos.

A diferencia de Robert Mugabe (su amigo y compañero de lucha, que se convirtió en enloquecido dictador de Zimbabue) y de tantos líderes africanos trastornados por el poder, Mandela rechazó un segundo periodo de presidencia, al que podía aspirar con legitimidad: se sabía viejo y pensó que corría el peligro de sentar un mal precedente al morir en el Gobierno. Madiba creyó en la teoría de que el sida era un engaño contra África, pero pronto se dio cuenta de su error y rejuveneció para convertirse, a sus ochenta y tantos, en un activo militante de la lucha contra el VIH. Tuvo la virtud de comprender que se equivocó, aceptarlo y rectificar.

A lo largo de mi viaje conversé con personas de diversas tendencias políticas. Ni uno solo habló mal de Madiba. Casi todos lo tenían por el más grande valor de Sudáfrica. Muchos decían que era la mayor gloria viva del mundo. Seguramente tienen razón.

Esto no solía ser así cuando él languidecía en la cárcel. En los años 80, Ronald Reagan y Margaret Thatcher se ocuparon de sostener al régimen del apartheid descalificando a la oposición negra. Madiba llevaba ya 23 años en su celda cuando Thatcher, en 1987, declaró: «El CNA es una típica organización terrorista. El que crea que algún día gobernará en Sudáfrica vive en un mundo de fantasía». Siete años después, Mandela arrasaba en las elecciones presidenciales.

Como fundador de Umkhonto we Sizwe (Lanza de la Nación, brazo armado del CNA), Mandela jamás pretendió negar su recurso a la violencia en una fase temprana de su lucha. En 1964, a pesar de que él pensaba que era muy probable que lo condenaran a muerte, se plantó ante el tribunal que lo juzgaba para invertir el proceso y poner al mismo régimen a juicio. Explicó por qué actuaba así: «En primer lugar, creíamos que, a resultas de la política del Gobierno, la violencia por el pueblo africano se había convertido en algo inevitable, y que a menos que un liderazgo responsable pudiera canalizar y controlar los sentimientos de nuestra gente, se produciría un estallido de terrorismo que ocasionaría un aumento de la hostilidad y el resentimiento entre las distintas razas del país hasta un punto desconocido incluso en una guerra».

«En segundo lugar -proseguía-, pensamos que sin los sabotajes no habría forma de que el pueblo africano tuviera éxito en nuestra lucha contra el principio de la supremacía blanca. Todas las formas legales de oponerse a este principio habían sido bloqueadas por la ley, y estábamos en una situación en la que o aceptábamos un estado permanente de inferioridad o desafiábamos al Gobierno. Elegimos desafiar al Gobierno. Primero, violamos la ley evitando el recurso a la violencia. Cuando se legisló contra esto, y cuando el Gobierno recurrió a la fuerza para aplastar a la oposición a su política, solo entonces decidimos responder a la violencia con violencia».

En Robben Island, Mandela entabló célebres debates; padeció sufrimientos insoportables; ideó un futuro para Sudáfrica; se hizo amigo de sus carceleros y con el tiempo esos hombres blancos y humildes serían invitados a cenar en casa de la estrella más luminosa de África y su mujer, la mozambiqueña Graça Machel.

Salió de sus casi tres décadas de prisión convertido en la esperanza de su pueblo, de un pueblo conformado por muchos pueblos en todos los colores de piel. Su meta era cerrar las heridas de un pasado nacional extremadamente violento y alcanzar la reconciliación.

La cárcel no es espectacular, pero tiene algo vital: tampoco es un museo del sufrimiento, la autocompasión y el odio. No es un lugar triste y lúgubre. Es luminoso. Es motivador. Es libertario.

En el muelle donde se toma el barco hacia la isla, en Ciudad del Cabo, se puede leer el siguiente texto en grandes letras: «Aunque nunca olvidaremos la brutalidad del apartheid, no queremos que Robben Island sea un monumento a nuestros tiempos difíciles y nuestro sufrimiento. Quisiéramos que fuera un triunfo del espíritu humano sobre las fuerzas del mal. Un triunfo de la sabiduría y la grandeza del espíritu contra las mentes reducidas y la mezquindad. Un triunfo del valor y la determinación sobre la fragilidad humana y la debilidad».