testigo directo

un final feliz que es una mina (para algunos)

Hace ahora cinco años, 33 mineros estaban atrapados en una mina de cobre en Chile. Quedaron allí el 5 de agosto del 2010 y permanecieron durante 70 días. Sobrevivieron tras mucha angustia y un rescate de película. Ahora el cine ya tiene a punto su versión, protagonizada por Antonio Banderas, pero no todos los personajes reales de aquel drama que acabó bien están conformes con la imagen que se pretende transmitir de aquellos días de hoyo.

70 días a 623 metros bajo tierra. Dos miembros de los equipos de rescate intercambian impresiones con el minero Víctor Segovia, tras ser rescatado el 13 de octubre del 2010.

70 días a 623 metros bajo tierra. Dos miembros de los equipos de rescate intercambian impresiones con el minero Víctor Segovia, tras ser rescatado el 13 de octubre del 2010.

ABEL GILBERT

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El pasado 2 de agosto, parte de la avenida Apoquindo de Las Condes, una de las comunas más elegantes y clasistas de Santiago de Chile, fue tapizada con una alfombra roja. «Red carpet», dijeron los cronistas televisivos para darle el mejor tono hollywoodiense a la velada. Aquella noche se celebró el preestreno de la película Los 33, que interpretan Antonio Banderas y Juliette Binoche. Las actrices e invitadas hacían equilibrio sobre sus tacones de aguja y exhibían ante las cámaras del muy católico Canal 13 sus amplios escotes, carteras y joyas. Se hablaba de las mejores y peores vestidas cuando, de repente, apareció María Segovia, la hermana de Darío Segovia, uno de los mineros del yacimiento San José de Atacama. La chilenísima María, que en la película es encarnada (y estilizada)  por la francesa Binoche, era, esa noche, una celebridad más. En otros tiempos fue la dueña de un puesto de venta de comida casera en una feria de las pulgas de Copiapó. Una mujer aguerrida que, durante más de dos meses, se erigió en el campamento La Esperanza en portavoz de los familiares de los mineros, al punto que la llamaron la alcaldesa. Puedo recordarla todavía en el momento en que su hermano  ascendió 623 metros desde las entrañas de la tierra en la cápsula Fénix II y ella se abalanzó para abrazarlo.

Cada paso de la María glamurosa y locuaz agitaba los pliegues de mi memoria. Me llevaba de nuevo a Atacama. He sido testigo de cómo la parábola de los mineros -y su número simbólico, el 33- caló hondo en una sociedad acostumbrada a los desastres. Había estado en Chile apenas se calmó la tierra tras el 27 de febrero de ese mismo 2010. Parte del territorio central había sido sacudido por uno de esos terremotos que cada cuarto de siglo ponen en escena la fragilidad sobre la que se levanta el país. Los seísmos crearon una cultura de la fatalidad y estoicismo. Cuando se derrumbó la mina San José, el 5 de agosto, volvieron a aflorar esos sentimientos.  Tres días después de que los mineros quedaran atrapados se los dio por muertos. Y, de repente, resucitaron. Enviaron a la superficie un lacónico mensaje: «Estamos bien». La noticia fue explicada en claves milagrosas y sacó a la gente a las calles. La esperanza en la adversidad también mueve fibras íntimas. Sobre esos ejes fue transcurriendo la Operación San Lorenzo, que tomaba su nombre del patrón de los mineros para darle al rescate un barniz providencial.

 La III Región de Atacama había sido a lo largo del siglo XX escenario de martirios y luchas obreras. Ese norte gira alrededor del cobre. Es el principal producto exportador de Chile y aporta el 15,5% del PIB. Las heridas sociales no eran una novedad en esa ciudad cuando los mineros quedaron atrapados: trabajaban en condiciones paupérrimas, propias de una novela de Zola o Dickens. Estuve dos veces en el campamento que levantaron los familiares. Se montaron carpas con eficacia beduina. El desierto de Atacama potenciaba la sensación de desamparo. Con el correr de las semanas llegaron otros integrantes de los clanes y fueron expandiendo los límites de la aldea. La primera vez que llegué allí, el rescate era apenas una posibilidad. La siguiente, cuando se convirtió en certeza. A medida que se fue acercando el gran día, La Esperanza devino una suerte de gran estudio fílmico. Los periodistas pasamos las noches en sacos de dormir o en automóviles.  Me veo, ahora, en Buenos Aires, caminando por esa romería mediática, observando, extrañado, el trasiego de los ocupantes; yendo, de un lado al otro, hasta toparme con la carpa de los parientes de Edison Peña, el minero imitador de Elvis Presley. Sus fotos ilustraban esa sección del improvisado parque temático. Peña sobre una moto. Peña posando como su ídolo de Menfis. Y este 2 de agosto de 2015, en la pantalla, observo a ese otro Peña, de traje blanco, corbata roja, y unas gafas como las que su héroe, el enorme cantante de Blue suede shoes, usaba durante sus últimos conciertos.  Allí está Edison, junto con algunos de sus compañeros, bajo la luz de las cámaras. Abre los brazos y, en ese gesto, efímero, parece sentirse un rock star.

En pocas horas, los 33 pasaron de la claustrofobia a la sobreexposición, y luego al olvido relativo. Ya no trabajan: reciben una pensión de 450 dólares mensuales. La imagen de los mineros fue, no obstante, exhumada cada vez que se necesitaba galvanizar a la sociedad. Las publicidades no se privaron de sus rostros tiznados y expectantes del reencuentro con la luz. Los 33 siempre se proyectaron como una amalgama humana: todos para uno y uno para todos. Pero, en la epidermis de la normalidad, se encontraron de nuevo atrapados. De un lado, el litigio con la empresa dueña de la mina. Por el otro, los derechos sobre la asombrosa épica. Apenas volvieron a sus casas, con los daños psicológicos a flor de piel y los efectos de las pastillas nublándoles el sentido, un grupo de abogados los conminaron a firmar un contrato para la realización de una película y un libro (hubo, en rigor, bastantes). Esta vez no imperó la unanimidad del socavón. Para algunos, los 1.480 dólares que recibieron durante varios meses resultaron ofensivos. El filme que dirigió la mexicana Patricia Riggen exhibió, a la vista de un país, las grietas que los separaban. Víctor Zamora, el minero 14, no tiene ningún interés en ese filme que acaban de estrenar. «Me estafaron. Me enfermé acá afuera. Quiero que me devuelvan lo que es mío».  «Hay gente que invirtió. Esto es un negocio y una vez que esto empiece a dar sus frutos se supone que debe empezar a haber ganancias para cada uno de nosotros», dijo Mario Sepúlveda, el histriónico minero que personificó Banderas.

Los 33 fue producida por Mike Medavoy. Se estrenará en EEUU el 13 de noviembre. Al ver la película, muchos de los mineros reales lloraron. «Nos deja muy bien como país», opinó Sepúlveda. Otros deslizaron una queja: ¿por qué los hacían hablar en inglés? «Me gustó Binoche, es muy bonita y simpática, pero habría sido mejor una actriz un poco más gordita y morenita. Más parecida a mí -objetó, diplomática, María Sepúlveda-. Pero es el cine y había que mejorar a la gente». Y hubo más reparos: no hay villanos. Pese a las enormes pruebas en su contra, los dueños de la mina no solo se salvaron de ser condenados por un tribunal: hasta la ficción los deja indemnes.

MIENTRAS MARÍA SEGOVIA SE DESLIZABA por la red carpet, mientras Sepúlveda enfatizaba su rictus cantinflesco, mientras Edison Peña se sentía una vez más Elvis, la pompa glamurosa del preestreno era no obstante ineficaz para ocultar lo evidente: Carlos Eugenio Lavín, el empresario que invirtió 20 millones de dólares en el rodaje de la película, se halla bajo arresto domiciliario como uno de los principales acusados del Caso Penta, el mayor escándalo de corrupción que enfrenta Chile desde que se recuperaron las instituciones democráticas, en 1990.  Los dueños del Grupo Penta, valorado en 10.000 millones de dólares, están implicados en una trama de evasión de impuestos y financiación irregular de la política que salpica a su vez a la derecha más pinochetista, la Unión Democrática Independiente (UDI). Otro de los productores de Los 33, Leopoldo Enríquez, tampoco pudo darse lustre en el estreno. Este banquero amigo de Lavín está acusado de haber lavado ocho millones de dólares que eran parte del excapitán Vladimiro Montesinos, el Rasputin del presidente peruano Alberto Fujimori.

A la par de Los 33 se estrenó en la Cinemateca Nacional el documental Campamento Esperanza. Su director, Miguel Soffia, propone una lectura crítica de cómo el rescate se convirtió en puro entretenimiento: «Poco se sabe acerca de cómo la lucha de sus familiares para recuperarlos con vida progresivamente los convirtió en protagonistas de uno de los reality shows de mayor audiencia del siglo XXI». La existencia de ese documental me devolvió otra imagen personal, la del momento en que todo había terminado en San José y no quedaba casi nadie. La mina daba el aspecto de una localización de cine abandonada. Un pueblo fantasma. Caminaba entre los restos del campamento cuando me topé esa vez con María Segovia. «Estoy terminando de armar las maletas», recuerdo que dijo. Se iba a preparar la gran fiesta de recepción. La fiesta no ha terminado, al parecer. 

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