Despidos masivos amenazan la estabilidad social en China

Liu, en la fábrica donde trabajaba en la ciudad china de Tangshan.

Liu, en la fábrica donde trabajaba en la ciudad china de Tangshan. / periodico

ADRIÁN FONCILLAS / TANGSHAN (CHINA)

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Liu, de 55 años, alterna su abúlico barrido de la calle con melancólicas miradas al otro lado de la verja: un conjunto herrumbroso de chimeneas, tuberías y edificios metálicos en cuya inmensidad sólo se vislumbra a un ocioso vigilante. Hace apenas ocho meses que la acerera Beishiti Gangtie quebró aunque el paisaje postnuclear sugiera muchos más. No parece un entorno laboral envidiable pero Liu, uno de los 4.000 despedidos, evoca nostálgico sus 13 años en el mantenimiento de la maquinaria.

“Ganaba 6.000 yuanes y ahora me pagan 1.800 por barrer las calles. No puedo vivir con esto. Todos los de fuera se han ido pero yo soy de aquí. Hasta mis hijos se han marchado. Es todo política, no podemos hacer nada. ¿De qué sirve pensar?”, señala.

El epicentro mundial del acero es Tangshan, la ciudad a 200 kilómetros al sur de Pekín. Tangshan está ligada al drama desde el gran seísmo de 1976. La urgencia de la reconstrucción estimuló la creación de plantas. El sistema se replicó en toda la provincia de provinciaHebei gracias a los créditos baratos, la demanda global y el pasotismo medioambiental de los gobiernos locales. Ya en 2014 se producía aquí más acero que en todo Estados Unidos.

Y entonces llegó la tormenta perfecta. Cayó la demanda global, se derrumbaron los precios del acero y Pekín embridó las industrias contaminantes para conseguir un patrón productivo más sostenible. Un paseo por Tangshan y alrededores revela decenas de fábricas abandonadasnegocios cerrados y pueblos fantasma. Apenas un chatarrero y un perro huesudo se ven en las calles de Sifangzhuang, un poblacho cercano. En las paredes se agolpan las habituales pegatinas que ofrecen prostitutas y documentos falsificados con los carteles de viviendas en alquiler.

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“Dignifícate con el trabajo”, ordenan los caracteres verticales de la chimenea de la fábrica alrededor de la que se levantó el pueblo. Las fábricas trajeron la riqueza y se la llevaron. Hebei ha anunciado el cierre en 2020 de 240 de las 400 acerías actuales. China, que genera la mitad del acero global, redujo casi un 8 % en enero su producción.

En Tangshan se acumulan los indicios de un plan súbitamente abortado. Un centro comercial con ínfulas a medio terminar, un parque de atracciones en la que unos guardianes vigilan el material de construcción abandonado o edificios oficiales de arrogantes fachadas e interior desnudo.

VESTIGIOS

Lin Changhua enumera los vestigios. “Esa fábrica cerró el mes pasado; aquella, en octubre...”. Lin plantaba maíz en Kuazicun, un pueblo que apenas diez años atrás vivía de la agricultura. El Gobierno local se apoderó de las tierras de cultivo, indemnizó a los agricultores y prometió más dinero en cuanto los inversores llegasen atraídos por el parque industrial, la estación de tren de alta velocidad y muchas otras cosas que hoy siguen sólo en los planos. Lin creyó haber dado con la solución cuando invirtió en un pequeño negocio de construcción para el anunciado aluvión de trabajadores.

Toda una generación vio en el acero el porvenir tras el terremoto. No valía la pena estudiar porque las fábricas aseguraban el porvenir. “Entré en Guofeng -uno de los gigantes del sector- hace ocho años y me dieron un curso de aprendizaje de tres meses”, dice un hombre treintañero que omite su nombre. Ganaba 2.000 yuanes entonces y 5.000 hoy, con los que apenas puede alimentar a su familia.

CIERRES INMINENTES

Esa abundante mano de obra escasamente especializada sobre la que se asentó el milagro económico chino entraba en las plantas con la certeza de un futuro sólido. Hasta aquí llegaron oleadas de trabajadores de la China rural del interior y del frío noreste. Los pocos que aguantan hoy viven angustiados. Guofeng continúa abierta pero los rumores sobre su cierre inminente se han extendido. “No sabemos si desaparecerá o la trasladarán, nos dicen que no nos dejarán tirados. Les creemos porque no hay más remedio”, añade el joven.

Pekín anunció este mes que 1,8 millones trabajadores de los sectores del acero y el carbón serán despedidos, a los que cabe sumar otros cuatro millones de las paquidérmicas e ineficientes empresas públicas.

Occidente lleva treinta años anunciando un inminente horizonte apocalíptico de revueltas sociales. Ese cuadro es aún lejano pero es cierto que la gestión de millones de parados, tan ociosos como disgustados, es un reto mayúsculo para el Gobierno. La conflictividad laboral se ha disparado especialmente en la provincia manufacturera de Guangdong, la más sensible a la falta de liquidez global y la desaceleración económica china. El pasado año hubo 2.774 huelgas en el país, el doble que el anterior, según la organización China Labour Bulletin, que desde Hong Kong monitoriza los derechos de los trabajadores del interior. “El Gobierno se esforzará para asegurarse que todos los trabajadores cobran lo que se les adeuda porque la aplicación de las leyes laborales durante las últimas décadas ha sido muy laxa ”, sostiene por email Geoffrey Crothall, portavoz de la organización.

Una cadena de cierres de fábricas aterroriza a los gobiernos locales, últimos encargados de salvaguardar la estabilidad social que exige Pekín. Muchas fábricas deficitarias han seguido abiertas con ayudas públicas en el pasado pero el crédito barato se agota. El Gobierno central ha anunciado partidas cuantiosas para los parados y Li Keqiang, primer ministro, calificó su bienestar de prioritario en la reciente Asamblea Nacional Popular.