Brasil, el nuevo Dorado

Una imagen panorámica de la Autopista Fluminense, en el estado de Río de Janeiro.

Una imagen panorámica de la Autopista Fluminense, en el estado de Río de Janeiro.

EDUARDO SOTOS / Río de Janeiro

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Once de la mañana de un abrasador día de verano en la delegación de extranjería de la Policía Federal de Río de Janeiro. En el interior de una sala abarrotada, en la que se respira un ambiente entre el desespero y la incredulidad, decenas de extranjeros hacen cola para efectuar su registro de entrada en el país. Desde un principio, resulta fácil advertir una conversación en castellano entre la maraña de lenguas que se dan cita. Se trata de un par de jóvenes españoles, ambos rondando la treintena -Iván Garrido y Lourdes Parra-, que tras agotar los tres meses que permite su visado de turista se han acercado a la delegación a solicitar una prórroga que les permita permanecer en Brasil por otros tres meses.

«En cuanto ven que eres español empiezan a ponerte dificultades», afirma resignado Iván, que ya había acudido a la policía en otras dos ocasiones. «Como te falte algún papelito te hacen volver, no les importa que hayas hecho cuatro horas de cola», sentencia Lourdes, cuya paciencia ya ha sido sobrepasada en esta ocasión. El relato de la pareja, sin embargo, es el relato habitual sobre el «infierno burocrático» por el que tendrán que pasar todas la personas que hayan elegido Brasil como lugar de destino.

Solamente en el 2012 el Ministerio de Trabajo brasileño ha expedido 73.000 visados de empleo, de los cuales 2.059 han sido otorgados a ciudadanos españoles. Es decir, en solo un año los visados a españoles han aumentado en un 53%, un 137% desde el 2009. Sin embargo, estos datos resultan ridículos si se tiene en cuenta que la inmensa mayoría llegan con visado de turista y permanecen en Brasil de manera ilegal.

Según el Ministerio de Turismo o Embratur, la entrada de españoles con visado de turista se cifra en varias decenas de miles, aunque no se puede precisar una cifra concreta debido «al carácter itinerante de los inmigrantes». De hecho, es aquí donde hace aparición la tradicional picaresca española y las estrategias para entrar en el país se vuelven de lo más complejas.

Una de las prácticas habituales consiste en aprovechar el contexto de Mercosur y efectuar la entrada desde Paraguay. Una vez allí, el supuesto turista continúa su viaje hasta Brasil pero sin quedar su entrada registrada al no existir control aduanero entre los dos países. En otras palabras, como no existe una fecha oficial de entrada, se puede residir en territorio brasileño casi indefinidamente. Con esa técnica se evita además el pago de la sanción que conlleva sobrepasar la estancia permitida en el país, y que asciende a ocho reales -tres euros- por cada día pasado como ilegal, más la negación de la entrada a Brasil durante seis meses.

ESTUDIANTE HUMILLADA / El origen de la tensión entre ambos países se remonta a la experiencia vivida por una estudiante brasileña en el aeropuerto de Barajas en el 2008. Tras pasar tres días retenida por las autoridades aduaneras españolas «sin baño, sin cepillo de dientes y sin desodorante», según declaraba en una de las múltiples entrevistas que concedió a su retorno, la estudiante fue repatriada a Brasil. Su denuncia, unida a la de otros casos, todos en un breve espacio de tiempo, colapsaron los medios y generaron una oleada de indignación en el país que llevó al Ejecutivo de Dilma Rousseff a aplicar la llamada «ley de reciprocidad» desde abril del 2012.

La ley consiste en aplicar exactamente las mismas condiciones de entrada que se exige a los brasileños a la hora de llegar a España. Estas consisten en un billete de ida y vuelta, comprobante de reserva en un hotel y garantizar que se dispone de unos 80 euros por cada día que se pretenda pasar en Brasil.

Quitando la opción del turista, al joven inmigrante solo le queda concertar un matrimonio de conveniencia con algún ciudadano brasileño: un negocio no exento de riesgos que mueve mucho dinero y por el que algunas personas llegan a pagar miles de euros. Únicamente los profesionales más cualificados (ingenieros, ejecutivos o personal de investigación) parecen resultar inmunes a las estrictas barreras burocráticas y logran el tan ansiado visado de trabajo por cuenta de alguna de las grandes empresas brasileñas.

El perfil del inmigrante es muy claro: joven soltero entre 25 y 35 años con formación superior. Los colectivos que se llevan la palma son los arquitectos y periodistas. En un país en continuo crecimiento y con los alquileres rozando la locura, la opción de entrar y salir del país cada tres meses resulta inviable. La dureza con la que el Gobierno español trató a los inmigrantes brasileños en los años de bonanza económica se ceba ahora con toda una generación que ve en la huida la única manera de garantizarse un futuro mejor. Alcanzar el Dorado en pleno siglo XXI resulta una aventura para la que se requiere algo más que espíritu aventurero.