testigo directo

Aquel infierno en la tierra

El martes, Día Mundial del Holocausto, se cumplieron 70 años de la entrada de las tropas soviéticas en Auschwitz. A Jorge Klainman, judío nacido en Kielce (Polonia) en 1928, la liberación le llegó en Ebensee, campo anejo a Mauthausen, uno de los cinco centros de exterminio nazis por los que pasó entre 1942 y 1945. Dice sentirse doblemente feliz: «Estoy vivo, y lo que vi no me volvió loco».

HACINADaS. Esta foto sin fecha muestra a decenas de mujeres en un barracón de Auschwitz, donde fueron exterminados más de un millón de judíos. A la izquierda, Jorge Klainman, esta semana en Madrid.

HACINADaS. Esta foto sin fecha muestra a decenas de mujeres en un barracón de Auschwitz, donde fueron exterminados más de un millón de judíos. A la izquierda, Jorge Klainman, esta semana en Madrid.

JORGE KLAINMAN

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Trece años no es edad para ver según qué cosas, pero yo tenía esos años cuando entré en Prokocim, al sur de Cracovia (Polonia), el primero de los cinco campos de exterminio nazis por los que pasé entre 1942 y 1945. Era un crío, pero no por ser menor de edad estaba protegido, como no lo estaban los bebés de pecho que vi lanzados contra la pared a manos de los oficiales de las SS, ni los niños que murieron de hambre delante de mis ojos.

Yo también lo sentía, continuamente, día tras día. Un hambre penetrante que me nublaba la vista y me dejaba sin fuerzas. Fue siguiendo el impulso del hambre como un día, al poco de llegar a Prokocim, sin querer desencadené uno de los peligrosos giros que dio mi destino en esos años. Mi misión consistía en levantarme a las 6 de la mañana para limpiar las botas de los guardias ucranianos que nos vigilaban. Eran más de 60, pero todas sus botas debían estar en perfecto estado cuando despertaran. Sabía que algunos guardaban comida en sus arcones, así que una madrugada decidí buscar en ellos algo que echarme a la boca, con tan mala suerte que desperté a un vigilante.

«¿Qué haces ahí, judío ladrón? ¿Me estás robando la comida? ¡Te voy a matar!», me gritó.

Armó tal alboroto cuando me sacaba del barracón para pegarme dos tiros que despertó al comandante de las SS que dormía en la pieza contigua. Al verme en aquel estado, famélico, con los huesos marcados en la piel, el mando nazi ordenó al soldado ucraniano que me soltara y salí corriendo hacia mi barracón. Pero yo sabía que mi suerte estaba echada. Si me quedaba allí, el vigilante vendría en mi busca para vengarse por haberle dejado en ridículo. De aquel campo salían cada mañana grupos de operarios para trabajar en el gueto de Cracovia, así que no me lo pensé dos veces y me uní a ellos, después de despedirme de mi hermano Moniek, el único miembro de mi familia que seguía conmigo. Meses atrás nos habían separado de nuestros padres y nuestros otros dos hermanos, que fueron enviados a otros campos.

EL GUETO DE CRACOVIA era un recinto de un kilómetro cuadrado de superficie donde vivían amontonados 21.000 individuos, a razón de tres familias por cuarto. 4.000 estaban destinados en las fábricas y recibían la mínima ración de calorías para poder trabajar. El resto, la mayoría mujeres y niños, no recibían nada. La gente moría de hambre y tifus a diario. Yo sobreviví siete meses, hasta que el 13 de marzo de 1943, de repente, aparecieron decenas de camiones ordenando por megafonía que el gueto en pleno se reuniera en la plaza principal. Los aptos para trabajar irían al campo de Plaszov. Los no válidos, a Auschwitz. En media mañana quedaron fulminados 1.000 años de presencia judía en la ciudad de Cracovia. Mi destino era Auschwitz, pero milagrosamente logré engañar al oficial alemán que ponía orden a la muchedumbre y pude unirme al grupo de trabajadores. Mi siguiente destino era el campo de muerte de Plaszow. Andados los años, este recinto se hizo famoso porque fue usado por Spielberg para ambientar su famosa película La lista de Schindler. He de advertir que lo que aparece en la película es un juego de niños comparado con la realidad. Aquel infierno sobre la Tierra iba a ser mi hogar durante los siguientes 13 meses.

Al frente de Plaszow estaba el coronel Goeth, famoso por su sadismo. Era un asesino cruel, un auténtico psicópata. Su pasatiempo favorito consistía en salir cada mañana a la terraza de su chalet, contiguo al campo, y ejercitarse matando judíos con su rifle de mira telescópica. Dos veces por semana, vestido de gala, hacía un recuento de internos siguiendo un protocolo muy particular. Nos contaba de 10 en 10 y al décimo lo sacaba de la fila a fustazos. Cuando había reunido a 200, los enviaba a un recinto vallado en medio del campo y allí los tenía un día entero esperado la muerte. Al caer el sol ordenaba que los llevaran hasta una colina que daba a una fosa del tamaño de una piscina olímpica, donde los ametrallaban antes de quemar sus cuerpos.

Durante un año me libré de aquel azar macabro, pero un día, a mediados de marzo de 1944, en el recuento me tocó el fatídico número 10. Goeth se paró ante mí, me golpeó con la fusta, y me juntó con mis 199 compañeros de desgracias. Tras 10 horas interminables de espera, nos llevaron a la colina, nos ordenaron que nos desnudáramos y al escuchar el estruendo del pelotón de fusilamiento me desmayé. Lo siguiente que recuerdo es un profundo dolor en una pierna y una voz que me decía al oído:

-Escúchame atento y no me contestes. Soy el doctor Ulman, el encargado de la enfermería. Te trajeron los compañeros encargados de quemar los cadáveres en la fosa, al ver que seguías vivo. A tu lado hay un joven que está agonizando. Se llama Gutman. Cuando él muera, tú tomarás su identidad, porque oficialmente ya estás muerto. ¿Entendido?

El doctor ulman me escondió en la enfermería durante varias semanas, hasta que a mediados de agosto de 1944, con el ejército soviético cada vez más cerca, nos mandaron a Mauthausen, mi tercer campo de concentración. El viaje formaba parte del plan de exterminio. En pleno verano, aquel vagón de ganado en el que viajábamos 120 judíos apretados como sardinas en lata era un horno ambulante. Estaba cubierto por un techo de zinc sin más respiración que un mínimo ventanuco y en su interior se superaban los 50 grados de temperatura. Sin agua ni comida, la gente moría a cada hora, pero seguía de pie, porque no había suelo libre sobre el que caer.

A los tres días llegamos a Mauthausen, donde perdimos nuestros nombres y pasamos a ser números. A mí me tocó el 85.143. Himmler, el ideólogo de la solución final para acabar con los judíos, decidió que matarnos con balas era un desperdicio, ya que hacían falta para la guerra, y decidió acabar con nosotros por agotamiento. Cada día debíamos arrastrar rocas de 40 kilos -yo por entonces apenas pesaba 25- desde una cantera hasta una explanada para a continuación devolverlas a su lugar original. Vi fallecer de extenuación a decenas de personas, entre ellas el doctor Ulman, mi salvador.

Un día, en la cantera, de pronto escuché que me llamaba una voz con acento alemán. Era Franz, un cabo de las SS al que solía limpiar las botas en Prokocim, y con el que acabé trabando cierta confianza gracias al escaso dominio que tenía de su lengua. Franz me sacó de allí y me destinó a la barraca de la peluquería, donde se seguía un protocolo muy claro: aquellos a los que rapaban al cero iban directos a la cámara de gas. Al resto les dejaban dos centímetros de pelo con una franja en medio totalmente afeitada, que llamábamos la avenida de los piojos. Mi misión consistía en reunir los pelos con una escoba y meterlos en bolsas de náilon para enviarlos a las fábricas donde se hacían los uniformes militares.

Un mes más tarde me mandaron a Melk, un campo satélite de Mathausen, y más tarde al de Ebensee, también perteneciente al mismo complejo. Fue allí donde al fin, el 5 de mayo de 1945, vimos aparecer a las primeras unidades del general Patton. Aquellos soldados norteamericanos habían visto de todo durante la guerra, pero lloraron como niños al descubrir las montoneras de cadáveres momificados entre las que sobrevivíamos. Lo que no llegaron a ver fueron los cuerpos que los internos rusos se comieron, presos de la desesperación.

Durante dos años busqué a mis padres y hermanos, sin resultado. Al final viajé a Buenos Aires, donde residía la única tía de mi familia que seguía viva. El 27 de octubre de 1947 llegué a Argentina y afronté una disyuntiva. Tenía dos caminos: seguir hurgando en lo que había visto y volverme loco, como acabaron muchos, o hacer borrón y cuenta nueva. Decidí empezar una nueva vida y formé una hermosa familia. Hace 20 años, cuando oí que había quien ponía en duda la existencia de los campos de exterminio, escribí un libro, El séptimo milagro, donde relaté lo que viví. Hoy, a mis 87 años, me dedico en cuerpo y alma a contar la verdad del Holocausto.

Transcripción: Juan Fernández