GENTE CORRIENTE

«Y si no voy al mesón, ¿adónde voy a ir?»

Ángel Redondo y María Dolores Hernando, dueños del Mesón Castellano, pertenecen a una generación que se ha deslomado trabajando sin perder el buen humor

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zentauroepp36820444 barcelona 09 01 2017 contra angel y maria dolores regentan d170110202513 / ELISENDA PONS

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Gemma Tramullas
Gemma Tramullas

Periodista

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Son poco más de las cuatro de la tarde y los últimos clientes de menú del Mesón Castellano del paseo de Lluís Companys de Barcelona apuran sus consumiciones. Ángel Redondo aprovecha para pasar un montón de facturas a un libro de cuentas, mientras su esposa, María Dolores Hernando, cobra tras la barra dominada por un relieve del Cid Campeador. Hace años que el matrimonio rebasó la edad de jubilación, pero siguen abriendo de seis de la mañana a once de la noche. Desde hace 37 años. Ángel, cuyo visible agotamiento no oculta una bonhomía a la altura de su nombre, sigue invitando a torrijas y preparando unos torreznos con panceta de Soria que le vuelan de las manos.

–¿De qué parte de Castilla son ustedes?–Ángel: Yo soy de Abejar, en Soria. Dicen que en Soria solo hay dos estaciones, la de invierno y la del ferrocarril [ríe]. Trabajaba de resinero, sacando resina de los pinos, hasta que a los 18 años me vine a Barcelona. Estuve 11 años en una cocina del Poblenou, trabajando y durmiendo en el mismo local.

–María Dolores: Yo soy de una pedanía de Araúzo de Miel, en Burgos. A los 16 años me escapé del pueblo y me fui a  comprar una maleta de cartón, como las de Paco Martínez Soria [ríe]. Mis hermanos mayores vivían en Barcelona y me colocaron en el servicio de la casa de un joyero del paseo de Gràcia.

–Hace 40 años montaron su primer negocio propio, el bar Ángel, en Poblenou. –Á.: Lo llevábamos mi mujer, un hermano de ella y yo. Venían los obreros de las fábricas Macosa, Ram, Motoplat... Las barrechas, cervezas y cubatas iban a mil por hora.  Había días que no cerrábamos de tanto trabajo que teníamos.

–M.D.: Al cabo de tres años, abrimos el Mesón Castellano y Ángel se fue allí con mi hermana y mi cuñada mientras yo seguía en Poblenou. Hace dos años tuve que cerrarlo porque ya no entraba ni un alma.  

–En el Mesón, Ángel se convirtó en un personaje entre el personal de los juzgados.–M.D.: ¡Si viera los abrazos que le dan jueces, fiscales y abogados cuando lo ven! 

–Á.: Siempre me llamaban «don Ángel» y yo les decía: «¿Yo? ¿Don? Don sin din [dinero], cojones en latín» [ríe]. Aquí venían a desayunar cada día personajes como Millet y Montull, pero desde que trasladaron los juzgados hemos perdido mucho fuelle. Si sobrevivimos es por el turismo. 

–¿No les tocaría jubilarse ya?–Á.: Nos gusta tanto atender al público que nos tendrán que traer la caja de madera aquí [ríe]. Llega un momento en que el cuerpo no te aguanta, pero a la mañana siguiente dices: «Y si no voy al mesón, ¿adónde voy a ir?». Mi hijo Ángel quiere hacerse cargo del negocio, pero es una época muy mala. Estaremos una temporadita ayudándole a renovarlo y ya buscaremos el momento para jubilarnos. 

–Lo sorprendente es que aún les queden ganas de invitar a torrijas con una sonrisa.–M.D.: Es mi marido, que es muy buena persona y siempre está de buen humor. Cuando era poco más que un chiquillo, subía a la parte alta del pueblo a esperar a su padre, que había ido a buscar leña al monte para poder cocinar. Cuando lo veía venir de lejos, salía corriendo para cogerle la leña que cargaba a la espalda y llevarla él hasta la casa. ¡Ese es mi marido!

–Á.: Éramos tan pobres que no teníamos ni un borriquillo para cargar la leña. Pero mejor así. Como no teníamos nada, nadie nos podía tener envidia [ríe].

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–¿Han podido ver algo de mundo?–Á.: Cuando nos casamos fuimos de viaje a México, pero perdimos las maletas y no hemos vuelto a buscarlas [ríe]. Por lo demás, solo vamos de aquí al pueblo.

–Si ahora mismo pudieran coger un avión, ¿adónde irían?–Á.: Yo a Nueva York, a Miami o a Cuba. A ver si me da tiempo...