Rosa Ribas relata su peor y su mejor Nochevieja

La escritora Rosa Libras relata dos celebraciones que no olvidará en la tercera entrega de la serie en la que cuatro escritores (los otros tres son Mikel Santiago, Care Santos y Carlos Zanón) cuentas las fiestas que más recuerdos les traen

La escritora Rosa Ribas.

La escritora Rosa Ribas. / periodico

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Nacida en El Prat en 1963, Rosa Ribas lleva media vida viviendo en Alemania, donde sus novelas de la inspectora Cornelia Weber Tejedor tienen una gran acogida. También ha sido profeta en su tierra con 'Don de lenguas' y 'El gran frío', escritas a cuatro manos con Sabine Hoffmann, y con su último libro, en solitario, 'Pensión Leonardo'. Reino de Cordelia ha recopilado sus historias de la superheroína 'Miss Fifty' en un precioso libro ilustrado. 

LOS PLANES INCUMPLIDOS

Lo supe por casualidad. No debería haberlo sabido en ese momento. Tal vez sospechado, imaginado, presupuesto, todas esas palabras que comparten la incertidumbre en menor o mayor grado. También temido, lo que hacía de todos modos. Pero en ningún caso lo debería haber sabido. Eso lo cambió todo.

También el carácter de la Nochevieja de ese año, 2012.

Hay dos días del año que celebro especialmente. Uno es mi cumpleaños. La fecha del 'ser' y del 'estar'. Me alegro de seguir aquí. El otro es la Nochevieja, que me gusta sobre todo por su carácter ritual, porque está para mí inevitablemente atado al verbo 'hacer'. Hacer balance y hacer planes, hacer limpieza y hacer listas de buenos propósitos para el año que empieza. Todo aquello que los meses que siguen cumplen o desbaratan. Tampoco es tan grave. Además, siempre pierdo las listas. Este año anotaré entre mis buenos propósitos no extraviar mis listas de buenos propósitos. Lo anotaré en la lista.

Te lo pueden tomar más o menos en serio.

Te puede molestar más o menos llegar a la siguiente Nochevieja y encontrarte que la lista sigue siendo casi la misma.

Da lo mismo, el sentido del ritual es la ilusión de romper la línea continua en que se ha convertido tu vida y tener la posibilidad de adelantar. Antes, si quieres, incluso puedes hacer una paradita en un área de descanso y echar la vista atrás. Mientras te preguntas dónde estarás dentro de un año. Dónde estará tu gente. Todo son planes, no hay certezas, sino ilusiones.

El peor fin de año fue aquel en el que la única certeza que tenía era la de que en breve iba a faltar alguien, Celia, mi amiga y, como ella misma se presentó una vez, “asistente en la vida".  Nos conocíamos hacía tiempo. Un día me dijo “¿Sabes lo que de verdad me haría ilusión? Ser asistente de una escritora". “¿Sabes cuánto te puedo pagar? Nada". Le respondí. “Me parece bien. ¿Cuándo quieres que empiece?". Así empezó una colaboración que, por desgracia, solo duró dos años. Ella me ayudó a pasar a limpio mis textos, era quien leía los manuscritos, quien se enfadaba si trataba mal a algún personaje que le gustaba –“como mates a XX, me levanto y me voy"–, quien me acompañó en los viajes cuando la claustrofobia que padezco se agudizó y me impedía desplazarme... Mi asistente en la vida. También la hermana mayor que yo, hermana mayor, hubiera deseado tener. Alguien en primera línea de frente. La que durante unos años me permitió recuperar el derecho a la idiotez, a la risa idiota, a las bromas idiotas, a cantar como idiotas, que los hermanos mayores demasiado lastrados de responsabilidad no pueden permitirse y los lleva a la madurez prematura.

Por eso el peor fin de año de mi vida fue aquel al que llegué con una certeza: ella no estaría aquí en el siguiente.

Lo supe por error. Porque, durante una conversación con una amiga doctora, comenté que esperaba que Celia pudiera disfrutar los años que la enfermedad le concediera. “No son años, ni siquiera meses. Son semanas". Era noviembre.

Con esa carga terminé el año. Callando esa información mientras me preparaba para la única certeza que me deparaba el año entrante. Ese era su último año.

Ese fin de año lo pasamos con unos amigos que tenían previsto emigrar en verano. Al final no lo hicieron. Un año más tarde volvíamos a estar juntos brindado y viendo los fuegos artificiales. Esa es la diferencia entre los planes y la muerte.

Por suerte, los malos recuerdos, al contrario de los divertidos, que se magnifican, se difuminan y diluyen en la melancolía. Este volverá cada Nochevieja, pero dolerá menos. Fin de año es también un principio. 

NOCHE FINLANDESA

De la acumulación de pequeños desastres nacen a veces los mejores momentos. Así fue con una de las mejores Nocheviejas que recuerdo. Y eso que además venía precedida de augurios catastrofistas. Era el fin de año de 1999 y cuanto más se aproximaba el cambio de siglo, más altas eran las voces infaustas que anunciaban un colapso informático. ¿Las consecuencias? De todo tipo. Las que más recuerdo, apagones apocalípticos y aviones cayendo del cielo a partir de la medianoche.

Lo de los aviones era preocupante para dos grupos de personas. Por supuesto, y en primer lugar, para quienes estuvieran dentro de alguno. Los segundos eran aquellos a quienes se les cayera encima. Como tiendo a pensar que esas cosas A MÍ no me van a pasar, no temía verme sepultada bajo toneladas de metal. Tampoco me tenía que inquietar que se cayera mi avión, porque a Berlín, que era donde se celebraba la fiesta, viajamos en tren. Si se daba el gran apagón, nos pillaría, pues, en Berlín. Hay cosas peores, pero también las hay mejores. No es mi ciudad favorita, y menos en invierno, cuando el frío es, literalmente, siberiano.

En Berlín nos encontramos un grupo de amigos llegados desde diferentes puntos de Alemania. La anfitriona, alemana, había propuesto un menú “literario", platos que aparecían en la novela 'Paradiso' de Lezama Lima, que se ufanaba de haber leído en castellano. El menú comprendía un suflé, una sopa y pavo relleno. Sé que hubo postre, pero no lo recuerdo, tal vez porque fue el único plato que no sufrió ningún tipo de accidente, si descartamos al finlandés. 

Pero mejor empiezo por el principio, por el suflé, que, como era de esperar, se hundió aparatosamente. Otra cosa nos hubiera decepcionado. Dadas mis pocas dotes culinarias, no me tocó hacer gran cosa en la cocina. De todos modos, mis grandes servicios fueron de índole lingüística cuando, como única hispanohablante nativa en la ronda, les expliqué al hacer la compra que las palomitas no son pichones de paloma, y que el pavo iba relleno de ciruelas y no de cerezas, como habían entendido. La sopa perdió espectacularidad, pero nos pareció más civilizada y el pavo resultó comestible.

¿Y el finlandés? Al finlandés lo trajo uno de los invitados. Llevaba poco tiempo en Alemania y no tenía plan para la Nochevieja. Ninguno de los presentes lo ha olvidado.

El finlandés resultó ser diseñador de bumeranes. Por lo visto ocupaba uno de los primeros puestos en el 'ranking' de mejores diseñadores de bumeranes del mundo. Sí, empecé el milenio enriquecida con esta información: hay un 'ranking' de diseñadores de bumeranes. En realidad, con la certeza de que existen 'rankings' de todo. Preparada, da gusto cambiar de siglo y de milenio.

Para demostrar su pericia, y puede que pensando que así de algún modo se ganaba la cena, el finlandés se pasó la tarde haciendo bumeranes de cartón y, para horror de la dueña de la casa, probándolos en su salón. Nos regaló un bumerán a cada uno. El mío todavía lo guardo. Finalmente, a los postres, tal vez para dar las gracias por el suflé extraplano, la sopa de cine de barrio y el pavo salvado filológicamente, sacó la guitarra que había traído y nos dijo que nos iba cantar una balada tradicional de su país. Cerró los ojos y empezó a cantar. En finlandés. Estrofa tras estrofa. A veces debía de contar algo triste, otras veces algo alegre, estrofa tras estrofa. Tal vez era una saga nórdica que empezaba en el principio de los tiempos. Por lo menos así nos lo pareció. Como no abría los ojos, alguno aprovechó para ir al servicio. Seguramente en Finlandia la gente también lo hace. Allí las noches son largas. Y las canciones, también.

Con los años la balada ha ganado en longitud, y también han crecido el efecto devastador de los bumeranes de cartón, las dimensiones del pavo, el sonido de fuelle del suflé al hundirse, la neblina que dejó la pólvora de los petardos y los fuegos artificiales en la calle. Cuando dentro de unos años los vuelva a recordar, ya serán dignos de una saga finlandesa. Y no se cayó ningún avión.