El peor y mejor verano de Marta Sanz

MARTA SANZ

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Mi peor verano / Inglaterra

En la nueva versión de mi novela autobiográfica 'La lección de anatomía' hay un capítulo que se titula Inglaterra. En ese libro no podía dejar de aparecer una experiencia que me ayudó a crecer. También me hirió. A los 12 años regresé de unas vacaciones en un internado del condado de Somerset con 38 kilos y marcada por todo tipo de infecciones dermatológicas. Mientras estuve allí tuve la sensación de que alguien me arrancaba una costra aún fresca, despacito, para hacerme mucho daño. Recreándose en cómo poco a poco la costra se separa de la piel, supura agüilla, deja cicatriz. Pero todos los dolores me los infligí a mí misma.

Era la primera vez que me separaba de mis padres. La separación era doble porque tenía que ver con la distancia geográfica y con el tiempo que iba a durar mi estancia en la 'school'. Con la existencia de una frontera y de un idioma diferente. United Kingdom. Habrá que tomarse el recuerdo con sentido del humor. Compensar el esfuerzo económico que hicieron en casa para que yo aprendiese una lengua que debe de alojarse en algún rincón inaccesible de mi mente: “Do you speak english?” “A little bit”. El día que me suelte os vais a enterar.

En Inglaterra discuto con mi mejor amiga y después nada vuelve a ser lo mismo. En Inglaterra descubro que puedo ser cruel. Una harpía competitiva que hace largos a velocidades supersónicas y dibuja saltos mortales en la cama elástica. Una niña vieja que canta con falsete dejándose las venas del cuello en cada agudo. A voz en grito. Para destacar y sentirme tan admirada, idolatrada e importante como en mi propia casa. Quiero que me pasen la manita por el lomo.

Me enamoro de un profesor viejo porque necesito depositar en algún punto tangible mi amor. Mr. Manatton es una carcasa para verter mi dulzura. Inglaterra. Recuerdo que nos daban para desayunar judías blancas con tomate. Tomábamos postres con natillas calientes y crema de cacao y galletas de mantequilla que debieron de acelerar las glándulas seborreicas de mi piel. Yo requemaba calorías jugando al rugby, al béisbol, al balón prisionero. Achicharré calorías –me consumí– maquinando historias y conspiraciones, transformando mi tristeza en un resentimiento sin destinatario. 

Dormíamos en una habitación con chimenea por la que se colaban las cucarachas de la cocina. Desde la ventana se veían las lápidas del cementerio. No nos dejaban llamar a nuestros padres y se molestaban cuando recibíamos llamadas. Yo me reía de las señoras que tomaban té con ginebra y lucían gorritos con flores. Nos duchábamos en baños comunes y, bajo el colegio, había búnkeres excavados durante la segunda guerra mundial. Pasé miedo pero me hice la valiente. Nos llevaron de excursión a una base militar. Escribí a mis padres contándoles lo maravillosamente bien que me iba todo. Lo 'happy' que era. Inglaterra. Saqué lo peor y lo mejor de mí. La vulnerabilidad y la capacidad de disimulo. Cuando mis padres me recogieron en el aeropuerto, al verme, se les cayeron las lágrimas. No fue de alegría.

Mi mejor verano / Refocilarse

Soy una mujer afortunada y he disfrutado de vacaciones estupendas. En Túnez visito las casas troglodíticas de Matmata y me enroscan una serpiente a la cintura. Me baño en la piscina de una villa en la Toscana que por supuesto no me pertenece. En Bruselas relamo la concha negra del mejillón en compañía de mis amigos. Lisboa y Ámsterdam son espacios que se han quedado en los ojos del hombre que quiero como en el interior de una de esas bolas a las que, al ponerlas bocabajo, nieva. He estado en Argentina, Cuba, México, Chile… También en Siria o en China. Sin embargo, soy uno de esos canguritos que donde mejor se siente es dentro de su bolsa marsupial.

A mí me gusta pasar las vacaciones en Murcia. Con mis padres y mi marido. En una casita adosada a otras casitas que se sitúa en una calle que baja hacia la playa de Calabardina. Una casita con porche y patio interior donde los vecinos comen, se echan la siesta y tienden la ropa. Huele a pimientos asados. Me levanto pronto, bajo a la playa y camino cuando casi no hay nadie, nado, me seco al sol antes de que sean las doce del mediodía, la temible hora a la que “llega el cáncer”. Leo. Recibo las cajas de hortalizas que nuestra vecina Lázara nos pasa a través del murete del patio: berenjenas blancas y moradas, tomates, higos, calabacines, melón y sandía. Tomo el aperitivo con delectación y como pantagruélicamente: boquerones, gallo-pedro al horno, gamba roja, pulpo seco, ensaladilla rusa, hueva y mojama… Me gusta regarlo todo con cerveza o vino blanco.

Echar una siesta llena de loco amor o buen amor. O de 'amour fou'. O una siesta catatónica sin alambiques eróticos. Me despierto a las seis de la tarde como si estuviese naciendo. Reseco y pereza. El verbo adecuado para definir esa sensación tan animal y a la vez tan humana es refocilarse. Sudo porque un verano sin calor no es un verano. Echo una partidita al Scrabble. Después, una caminata por senderos, rojos y azules, que siempre nos quedan por descubrir. O por ese paseo marítimo donde Paco Rabal saludaba con su deje de niño nacido en la Cuesta de Gos. Cine o tele. El olor de los jazmines y los gatos que nos visitan en el porche de la casa.

Aparatitos electrónicos para que no nos piquen los mosquitos. Murmullo de la gente que pasa por la calle, gritos de los adolescentes que parecen pollitos nerviosos, ruidos que llegan del karaoke de la plaza. Qué bonitas son las canciones de El Fary. Al día siguiente, igual. Y al otro, lo mismo. Tengo la aventura muy desmitificada y bendigo las rutinas. O quizá es que las rutinas, para los hiperestésicos, están plagadas de aventura: el polvo bajo la alfombra, el muerto bajo la cama, apretarse los granos. Cada vez detesto más las vacaciones snob, la búsqueda del silencio, los hoteles sin menores de 14 años, los bares que no admiten perros, la necesidad de encontrarse: me encuentro a mí misma en torno a las gregarias sombrillas de una playa murciana y me felicito por la repetición de jornadas consoladoras para este cuerpo que es el único receptáculo, la corteza y el meollo, de eso que llaman vida interior. 

Marta Sanz

Nacida en Madrid en 1977, esta prolífica novelista ha publicado títulos como 'Susana y los viejos' (finalista en el premio Nadal en el 2006); la autobiográfica 'La lección de anatomía'; la serie negra 'Black, black, black' y 'Un buen detective no se casa jamás'; 'Amour Fou' y 'Daniela Astor y la caja negra', entre otros. También escribe cuentos, poesía y ensayos, y ha ejercido la crítica literaria y la docencia en la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid.