Ona Carbonell: "Nunca llegas a la perfección. Es un viaje sin fin"

La nadadora barcelonesa se tirará de nuevo a la piscina este fin de semana para pelear por el mundial de Kazán y también contra ella misma

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LUIS MENDIOLA / MARCOS LÓPEZ

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Apenas unos días después de colgarse del cuello dos medallas en los Juegos de Londres del 2012, una plata en el dúo y un bronce por equipos, Ona Carbonell (Barcelona, 1990) cogió una mochila y se marchó muy lejos de casa. A la otra punta del mundo. Y sin sentir su piel mojada por el agua, ese elemento que cambió su vida para siempre.

Se marchó Ona rumbo a la India, alimentando así un sueño que se había instalado en su cabeza desde que era una curiosa e inquieta niña. El viaje le sirvió, además, como válvula de descompresión tras vaciarse física y mentalmente durante cuatro largos años para preparar la cita olímpica.

Decidida a tomar distancia y a mantener los pies en el suelo en un mundo como el del deporte que suele endiosar a sus figuras, Ona, con su inseparable mochila a la espalda, se sumergió en un universo radicalmente nuevo. Libre, al fin, del agua. En la India, adonde se fue acompañada por su pareja, Pablo Ibáñez, un exgimnasta al que conoció en el Centre d’Alt Rendiment Esportiu de Sant Cugat (CAR) y con el que lleva seis años de relación, descubrió el mundo que había soñado.

-¿Por qué la India? ¿Y qué significó?

-¿Por qué la India? ¿Y qué significó?Necesitaba salir de la burbuja de los Juegos. Estaba preparada para lo que podía encontrar en la India, un país que puede ser muy duro. Pero el viaje no me cambió. Lo que me cambió fue el hecho de comprender que, por muchas medallas que consiga, nunca es suficiente. En ese momento de reflexión, entendí que nunca llegaré a la perfección. Porque cuando alcanzas la medalla olímpica, piensas en el oro. Cuando logras siete medallas en el Mundial, lo que no había conseguido nadie en la historia, piensas que las quieres de plata u oro. El deporte no para. Ni las rivales tampoco. Me sirvió para mirarlo todo desde la óptica de la humildad. No puedes ir siempre a por más y más. Tienes que disfrutar de los pequeños detalles. Del camino. Hay que aprovechar el presente, porque el presente en un segundo ya es pasado.

En ese viaje iniciático, estuvo primero en Nepal: en Katmandú, en Bhaktapur y en el parque natural y el santuario de rinocerontes de Chitwan. Después puso rumbo hacia la base del Annapurna, a 4.200 metros de altitud, que alcanzó tras cinco días de 'trekking' gracias a su buena forma física y a la ayuda de los serpas.

Tras descender la cordillera del Himalaya se dirigió hacia la India, siguiendo el valle del Ganges hasta la ciudad sagrada de Benarés. Y finalmente llegó a Anantapur, donde pudo conocer a Jyiothi, una niña de 13 años que apadrina en la Fundación Vicente Ferrer.

"Fue algo maravilloso. Una desconexión total. Tenía la necesidad de vivirlo. Estuve dos meses en los que casi no hablé con mi familia. Solo un día por mail. Con mis compañeras comentaba que nunca habíamos pasado tanto tiempo sin vernos. El momento en el que conocí a la niña que apadrino fue inolvidable. Soy muy sentimental y acabamos llorando las dos. Esa sí que es una medalla de verdad", asegura aún con emoción después de tanto tiempo, incapaz de olvidar ese momento lleno de simplicidad y de magia. A Ona se le encoge la voz, suave, melosa, cuando recuerda aquel rostro infantil atrapado en sus ojos de estrella. "¿Estrella? ¿Qué estrella?", responde. Sí, lo es. A veces, incluso a su pesar, encantada como está de rememorar ese largo viaje a la India que la cambió, tal vez, para siempre. Es Ona, el rostro de la natación sincronizada española, la heredera de un trono por el que han desfilado antes Gemma Mengual y Andrea Fuentes.

Es Ona. La esperanza del deporte español en el Mundial de Natación que acogerá Kazán del 24 de julio al 9 de agosto. Sí, esta barcelonesa de 25 años, hija de dos médicos, es una estrella (posee más de 30 medallas entre Juegos Olímpicos, Mundiales y Europeos), aunque haya perdido por el camino aquella ingenuidad infantil que tenía cuando con apenas 12 años se desgarró de sus raíces para instalarse en el CAR de Sant Cugat. Una fábrica de deportistas y una fábrica, al mismo tiempo, donde ha llevado su cuerpo y a su mente al límite, superando barreras que creía inalcanzables.

La ñiña curiosa, inquieta, conectada con el agua desde que nació, deja paso a una mujer madura, emocionalmente sólida, y, sobre todo, atrevida.

"Tanto personal como profesionalmente, vivo un momento en el que soy muy feliz porque ya he competido en unos Juegos y en cuatro Mundiales, y ahora mis compañeras y yo tenemos un nuevo reto por delante que me apetece muchísimo. Un reto de superación, de atreverse a ir a por ello, que me hará madurar aún más", cuenta en esta entrevista, que ha tenido que encajar tras hacer malabares en su agenda entre horas de entrenamiento, clases –estudia en la Escuela Superior de Diseño, un centro adscrito a la Universitat Ramon Llull– antes de instalarse en Kazán, penúltima parada de un largo trayecto que la conducirá a los Juegos de Río de Janeiro a finales de verano del 2016.

"Aún me falta mucho por aprender, mucho por conocer y mejorar. Cuanto más arriba estoy, más veo que me queda mucho por hacer. He tocado techos muy altos, que pensaba que no podría tocar, pero todavía me faltan otros por alcanzar. A mí y al equipo. Y me siento muy feliz porque ahora mi labor no es solo hacerlo bien dentro del agua, sino intentar llevar a un equipo e intentar llevar bien mi vida, lo que no es fácil. Antes era todo agua; ahora, no. ¿Si puedo hacerlo? Claro. Lo más importante es dominar la mente. Pero ser la número uno implica tener que fusionar muchos factores. Y algunos no los puedo controlar yo. Por lo tanto, no es bueno para mí obsesionarme con eso. Lo que depende de mí ahora es dar mi mejor versión en el Mundial de Kazán y que la gente hable de lo que he hecho. Hacer historia dentro del agua".

-¿Vive en el agua?

Claro. Me entreno entre 8 y 10 horas diarias. Pero no me puedo quejar. Al contrario. Es un lujo hacer lo que te gusta: competir en los Mundiales, en los Juegos Olímpicos. No podemos olvidar la época en la que estamos. Hay mucho paro, se echa a la gente de sus casas con los desahucios, la crisis no termina… Es un mundo en el que muchos de mis amigos, que son unos 'cracks' en lo que hacen y para lo que se han preparado, no tienen trabajo. Soy, por lo tanto, una afortunada. Tanto económica como social y mediáticamente hablado. Este ha pasado de ser el deporte de Esther Williams a ser practicado ahora por millones de niñas. ¿Quejarse? No, no. No hay que quejarse, hay que dar las gracias.

-¿Qué queda de aquella niña que entró en el CAR?

La ilusión. El trabajo. Eso siempre está ahí. Si no tienes esos motores no puedes continuar ni llegar a lo que te propones. Es tan duro que si falla eso, falla todo. Pero he cambiado. Por supuesto. Lo vivo de forma muy diferente. Antes tenía una ambición sin fronteras, porque mi único objetivo era la sincronizada. Ahora tengo una casa, una hipoteca, una pareja, unos estudios… Muchas otras cosas a las que atender y de las que preocuparme. A veces me asusto, porque llego a pensar que he perdido ambición. Pero he hablado con mi entrenadora, con Ana Montero, y ella me dice: "Raro sería si no pasaras por esto, porque eres una chica que tiene otras responsabilidades, otras inquietudes".

Simplemente, hay que aceptarlo. Digamos que la sincro sigue siendo el centro de mi vida, pero desde otra perspectiva. Hay que ser consciente de que no tengo 14 años, sino 24, y que mi vida va cambiando. Pero sigo teniendo la misma pasión por la sincro y por todos los retos que me marco.

-¿Qué es el agua?

El agua es mi vida. Sí, diría que en el agua me siento prácticamente mejor que fuera. Es mi medio, es mi vida, es mi pasión. Y en el agua siento que puedo hacer arte. Siento que puedo bailar al son de una música, mezclándome con el agua, utilizándola como parte de ese arte. Noto que floto, noto que vuelo.

-¿Qué sería sin el agua?

Nada, no me imagino otra vida sin agua. Si no hubiera descubierto la piscina, seguro que me habría pasado todo el día en el mar. Es lo que haré cuando lo deje. La necesito. Cuando fui a la India estuve mucho tiempo sin tocar el agua y me sentía fatal. Necesitaba sumergirme y flotar. Volar.

-¿Y su cuerpo aguanta?

Lo someto a unas tensiones muy bestias. Muchas veces. Demasiadas. Pero mi cuerpo me lo da todo porque mi mente también me lo da todo. Claro que es duro. Pero mi reto como deportista es no ponerme límites. ¿Qué límites hay? Ninguno. Además, siempre pienso que mi cuerpo tiene mucho más que dar de lo que mi cabeza cree que puede. Sobrepasar eso es muy difícil, porque hasta que la mente no acepta que estando en un nivel alto de sufrimiento aún puedes dar más, no podrás darlo.

-¿No se derrumba nunca?

¡Soy humana, eh…! Como todo el mundo. Y tengo mis bajones, pero estoy trabajando con un 'coach', un preparador mental. Y me está ayudando mucho. La función del coach no es decirte lo que tienes que hacer: es acompañarte para que entiendas dónde está tu camino y, al mismo tiempo, ayudarte a relativizar las cosas. Yo soy una persona, para lo bueno y para lo malo, muy perfeccionista, muy obsesiva, capaz de intentar controlar todos los detalles. Y sé que la mente es muy difícil de controlar. A veces, cuando veo el momento que estamos viviendo, esta sociedad... En apenas un segundo las noticias te dan un baño, pero un baño de realidad. Y entonces piensas: "¡Tía, eres una afortunada!". Claro que lo paso mal entrenando, pero trabajo en lo que me gusta, tengo una casa, tengo una familia… ¡De qué te quejas! Intento vivir el presente. En general, en el deporte y en la vida, estamos acostumbrados a vivir del pasado y a pensar en el futuro, no a vivir el presente. A vivir de los recuerdos o de lo que puede llegar a pasar y no disfrutar el ahora. Mi cambio de chip lo que me está haciendo es vivir el camino, porque al final la medalla dura un minuto, pero el proceso es toda mi vida.

-¿La cambió el viaje a la India?

No. Me cambió darme cuenta de que por muchas medallas que consigas no acabarás de estar contenta del todo. Como digo, la medalla la ganas un día y a una hora. Y justo al día siguiente tienes que pensar en otra competición. Por ejemplo, la medalla de plata del dúo la ganamos un jueves y el viernes ya teníamos la final de equipos. A las diez de la noche ya me olvidaba. Eso también es duro, porque estás cuatro años buscándola y cuando la alcanzas no te dura nada.

-¿Cómo conviven la Ona de dentro y la de fuera del agua?

La gente que me conoce y está acostumbrada a verme fuera flipa cuando estoy en el agua. Soy superactiva, superrápida, no paro ni un momento… Fuera del agua soy una persona más tranquila. Paula, mi compañera de dúo, es todo lo contrario. Fuera del agua no para, lo toca todo. Y dentro le cuesta. A mí, al revés. Dentro del agua vuelo. Pero fuera necesito mi tiempo para pensar, para estar sola. Esto lo tenemos muy claro mi pareja y yo. Necesitamos nuestro tiempo de observación. Me podría pasar días enteros en la playa, viendo cómo sale el sol, viendo el atardecer… ¿Sola? Sí, ¿por qué no? Y con amigos, también, ¿eh?

-¿Pero fuera es también muy activa?

Bueno... Me encanta, por ejemplo, parir las coreografías, diseñar bañadores... Me encanta la moda. Estudio diseño y me gusta conocer las tendencias. Me atrae el arte. Igual acabo trabajando en un museo. Cuando digo arte, digo todo lo que lo engloba: danza, teatro, música, pintura, escultura… Todo. Me gusta, por ejemplo, el flamenco. Coincidí una vez con Estrella Morente en una entrega de premios y me dijo: "Soy Morente Carbonell, igual somos primas... Soy una fan de la sincro". Y le respondí: "Igual tenemos las mismas raíces gitanas". En mi casa siempre se ha escuchado flamenco. Me encanta también pintar. Ojalá tuviera tiempo y me pudiera dedicar. Mis padres tienen amigos pintores y siempre he estado en ese mundillo. Si me pierdo, me podéis encontrar en un museo. ¿El que más me gusta? La Fundació Miró. Me trae recuerdos especiales.

-¿Como los de aquella niña india?

Claro. Esa fue la medalla de verdad. Las otras medallas son algo material. Pero aquella mirada la tendré siempre conmigo. Es verdad que las vivencias y las experiencias que acumulé en Londres fueron espectaculares. Estar viviendo en una villa olímpica, con todo lo mejor del mundo, con todas las culturas allí reunidas, con un mismo objetivo –ganar– y salir después delante de 30.000 personas y jugártelo todo, lo del equipo y lo tuyo, en apenas dos minutos es algo que no se puede olvidar. Eso se me quedará dentro siempre y me formará. No solo como deportista, sino como persona. Pero ver la cara de aquella niña, una cara llena de felicidad, es increíble. Lloré, claro. Lloré mucho. Ya digo que soy bastante sentimental.