David Foster Wallace, el genio que temía ser un fraude

Jason Segel, como Foster Wallace (con su eterna bandana en la cabeza, y Jesse Eisenberg, en un momento del filme.

Jason Segel, como Foster Wallace (con su eterna bandana en la cabeza, y Jesse Eisenberg, en un momento del filme. / EL PERIÓDICO

NANDO SALVÁ

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Hubo un tiempo en el que los literatos de alcurnia eran considerados celebridades; en el que, por ejemplo, J.D. Salinger aparecía en icónicas portadas como la de 'Time', Truman Capote se iba de cócteles con Marilyn y Gore Vidal era habitual en talk shows y alfombras rojas. Pero, poco a poco, esos autores de ideas –nada que ver, ojo, con cuentacuentos como J.K. Rowling o Stephenie Meyer– fueron quedando relegados a los trasteros de la cultura pop. Hacía años que era así cuando, en 1996, David Foster Wallace publicó 'La broma infinita' y puso el mundo de la cultura patas arriba. Los críticos echaron mano del diccionario para ampliar su catálogo de elogios, los lectores afrontaron intentos múltiples de hacer equilibrios entre sus más de mil páginas de fraseos endiabladamente laberínticos. Unos y otros proclamaron a Wallace el más grande de los nuevos novelistas americanos y la voz de su generación. Poco más de una década después, a los 46 años, Wallace se quitó la vida.

'La broma infinita' fue la segunda y última novela que completó. A menudo comparada con el 'Ulises' de James Joyce por su talante experimental, su extensa atención al detalle, su impenetrabilidad y su utilidad como tope de puerta, su lista de personajes por sí sola es más larga que algunas novelas enteras. Situándose en un futuro cercano, entre un centro de rehabilitación para drogadictos y una academia de tenis, Wallace tocó temas como la adicción –a las drogas, el alcohol, el deporte, el sexo, el entretenimiento–, las relaciones familiares, la política o el cine, y en el proceso articuló las ansiedades y las actitudes del zeitgeist [el espíritu de los tiempos]. Y empleó las acrobáticas maniobras estilísticas del posmodernismo con el fin de combatir la actitud posmoderna misma, que para Wallace no solo no estaba en desacuerdo con la sociedad de consumo moderna, sino que era su cómplice.

En aquel momento, David Lipsky, un ambicioso reportero de la revista 'Rolling Stone', convenció a su editor para que diera luz verde a una entrevista con la nueva rockstar del mundo literario durante la gira promocional de su monumental libro. El artículo nunca llegó a ser publicado, pero, tras el suicidio de Wallace, Lipsky recopiló el material acumulado durante aquellos cinco días juntos en la memoria 'Although of course you end up becoming yourself'. 'A road trip with David Foster Wallace' (Aunque al final acabas convirtiéndote en ti mismo: un viaje por carretera con David Foster Wallace). La película derivada de ese libro acaba de estrenarse en España.

'The end of the tour' ('El final de la gira') es esencialmente una conversación –Lipsky la ha definido como la mejor que él jamás ha tenido— en la que, en tránsito entre cafeterías, coches y aviones, dos escritores reflexionan sobre asuntos tan variados como el oficio de escribir, la penetrante influencia y la irrealidad de la cultura popular, la naturaleza del genio, la intelectualización y la estetización de principios y valores, la omnipresencia de la publicidad, la comida basura, 'La jungla de cristal' y Alanis Morissette.

Aquellos entre los fans de Wallace que arqueen una ceja en señal de escepticismo, de entrada tienen motivo. Después de todo, ¿cómo podría una película de tamaño normal capturar el espíritu y el legado del escritor? Eso sí, considerando que el legado literario del escritor es más bien escueto –dos volúmenes de relatos cortos, un par de colecciones de ensayos, dos novelas completas y una más inacabada y un puñado de artículos periodísticos–, esta película nos ofrece una valiosa oportunidad adicional de escuchar a Wallace –o al menos  una convincente versión de Wallace encarnada por el actor Jason Segel– de viva voz.

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No es el único atributo de ‘The end of the tour’. A diferencia de otros biopics, no intenta proporcionar un contexto ni una explicación para el proceso creativo de Wallace –a lo largo de la película, La broma infinita es definida casi exclusivamente por su extensión y su peso, kilo y medio– ni se atreve a convertir al escritor en objeto de psicología barata. El matiz, claro, es que la película no es un biopic en absoluto. No hace hincapié en la infancia de Wallace, ni en la emergencia de su insaciable apetito intelectual durante la adolescencia, ni en su brillante –aunque tormentoso– periplo universitario, que culminó en una doble licenciatura suma cum laude. Una de las tesis que le proporcionaron aquel honor era un trabajo de ficción fuertemente influido por La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon, y que se acabaría convirtiendo en la primera de sus novelas, La escoba del sistema (1987).

Lo que sí deja claro el Wallace de 'The end of the tour' es su certeza de que tener una mente brillante no es lo mismo que tener una vida satisfactoria. La fama que el éxito literario conlleva, la adoración y los focos por los que tantos otros escritores habrían matado, a él le resultan embarazosos e incómodos. El pañuelo que a menudo lleva atado alrededor de la cabeza le sirve menos para llamar la atención que para esconderse –y, ya puestos, para mitigar un grave problema de sudoración–, y luce el aspecto general desaliñado propio de alguien tan enfrascado en sus propios pensamientos, y tan poco preocupado por el postureo, que no se permite el tiempo o la energía para asearse. "Valoro mi condición de tipo ordinario –le confiesa a Lipsky–. No hay nada peor que quien va por ahí diciendo ‘Soy Escritor", le insiste. "No creo que los escritores sean más listos que los demás –añade–. Solo son más convincentes en su estupidez".  

Desde que hace ya un par de años se anunció su producción, 'The end of the tour' se ha topado con la firme oposición de la familia y el entorno de Wallace. Según ellos, él desconfiaba de cualquier forma de mitificación y, por tanto, habría sentido pavor al verse reducido, e inevitablemente deformado, a una mera construcción fílmica. Sea como sea, lo cierto es que la película refleja certeramente una contradicción esencial que Wallace encarna: era un hombre desinteresado en ser el centro de atención, pero a la vez muy preocupado por lo que los demás opinaban de él. "No me importa aparecer en 'Rolling Stone', pero no quiero aparecer en 'Rolling Stone' dando la impresión de ser alguien que quiere estar en 'Rolling Stone", le dijo a Lipsky.

OCULTAR LAS DOTES INTELECTUALES

En una memorable escena del filme, el periodista lo acusa de ser falso al ocultar sus dotes intelectuales bajo una mera fachada de modestia. "Uno no abre un libro de mil páginas porque haya oído que su autor es un hombre normal", le recrimina. De hecho, los detractores de Wallace siempre desconfiaron de su humildad. Consideraban que alguien que escribe una novela como La broma infinita, llena de digresiones y distintos narradores y relatos dentro de relatos e idiomas inventados y muchas, muchas notas a pie de página –casi 100 páginas de ellas–, no hace sino alardear de intelecto prodigioso.

Quizá consciente de esa paradoja, Wallace se mostraba obsesionado con la autenticidad, y de ahí que odiara la ironía. No de la figura retórica per se –él mismo era un gran ironista–, sino de ese perezoso cinismo institucionalizado en la cultura popular, que hace que la emoción parezca ridícula y reemplaza a las verdaderas convicciones como forma de mirar al mundo. Él trataba de ser sincero, pero temía que ese empeño por desnudarse a través de su prosa no fuera sino una señal más de narcisismo, una mera pose autocomplaciente. Temía ser un fraude. 

LARGA DEPRESIÓN CRÓNICA

David Foster Wallace sufrió depresión crónica a lo largo de más de dos décadas. De hecho, ya había intentado quitarse la vida coincidiendo con la resaca del éxito de 'La escoba del sistema' y el relativo fracaso de la colección de relatos cortos 'La niña del pelo raro' (1989). Durante todo ese tiempo había estado tomando una potente medicación que le permitía escribir y ejercer la docencia. Pero las drogas empezaron a tener graves efectos secundarios, y en el 2007 el escritor y sus doctores decidieron intentar otro tratamiento. La decisión tuvo efectos catastróficos. Wallace, que aspiraba a enseñar a vivir a sus lectores –"la ficción sirve para enseñar a ser un jodido ser humano", dijo— llegó a la conclusión de que la vida no merecía la pena.

Desde el 2008, la sombra de David Foster Wallace se ha hecho más y más alargada. Su vida y su trabajo han sido objeto de debate en revistas y grupos de discusión. Su estilo retórico agresivamente autorreflexivo y metatextual ha influenciado el modo en que el lenguaje se utiliza en internet y, por tanto, buena parte de la comunicación actual. Sus reflexiones sobre la tecnología –"será cada vez más fácil y conveniente y placentero sentarse a solas a consumir imágenes en una pantalla… pero si ese es el principal alimento de tu dieta, morirás", dijo hace 20 años— sin duda tienen vigencia. Sus textos han seguido aumentando su popularidad y ganando lectores. Si usted es uno de ellos, ver 'The end of the tour' le servirá para saciar las ganas de más. Si no lo es, hacerlo sin duda le despertará la necesidad de corregir la situación.