UN LUGAR EN LA MEMORIA

Bergosa, el silencio de las piedras

Antiguos vecinos de este pueblo de la montaña de Jaca suben en verano a contemplar el paisaje desde las ruinas y recuerdan lo dura que era la vida en estos parajes

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JUANCHO DUMALL

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Ramón Galindo todavía recuerda aquella tarde en la que los saltimbanquis llegaron a Bergosa. Acrobacias, contorsiones y el inevitable número de la cabra vinieron a romper la monotonía, pesada como las losas de la iglesia, de la vida en aquel pueblo pirenaico de otoños interminables en el que entonces, en los primeros 60, vivían una veintena de personas. No hizo falta que, con la llegada de los titiriteros, su padre lo llevara a conocer el hielo. Ramón, un niño entonces, estaba hecho a las nieves y al viento de puerto que se encañonaba entre los callejones de la aldea, colgada en lo alto de una colina que domina el valle del río Aragón.

Iba a la escuela con los otros 8 o 10 niños del pueblo y pronto descubrió que la dura vida de una aldea de montaña no era lo suyo. Hacer leña, sacar a las vacas, cuidar el huerto, segar la hierba, atar las gavillas, moler el grano, dar de comer a las caballerías y a las gallinas, bajar andando hasta Torrijos –dos kilómetros de senda empinada– para recoger alguna carta... Lector desde niño de todo cuanto caía en sus manos, a Ramón le cambió la vida bajar a estudiar a Jaca a los 11. Pero más aún se la cambió unos años después el abandono del pueblo de Bergosa por los últimos vecinos, incluidos sus padres y sus hermanos.

Fueron los planes de repoblación forestal adoptados por el gobierno de Franco a mediados de los 50, aunque inspirados en los de la dictadura de Primo de Rivera, los que llevaron a la despoblación de muchos pueblos del Pirineo. El Estado compró las tierras agrestes de núcleos como el de Bergosa para plantar pinos. Los vecinos fueron indemnizados por quedarse sin los medios que hasta entonces les permitían llevar una economía de subsistencia. Ninguno de ellos había visto juntos tantos billetes como les entregaron un día en el Ayuntamiento de Castiello, punto de referencia de todos los núcleos habitados del valle de la Garcipollera, entre Jaca y Canfranc. Era lo justo para pagar una buena entrada para un piso en Zaragoza o en Barcelona e iniciar una nueva vida. Eso sí, como peones de albañil.

Camino de Jaca

La familia galindo recogió un día de 1965 los enseres que mejor podían transportar y arrearon un par de vacas y un burro cuesta abajo, camino de Jaca. Atrás quedaba toda una forma de vida que estaba desapareciendo y que nunca iba a volver. Por delante, los miedos y las esperanzas de un futuro incierto. En el pueblo quedaron pesados muebles de maderas nobles herencia de antepasados olvidados, huertos que muy pronto iban a ser arrasados por las malas hierbas, paredes de piedra golpeadas por el viento y las tormentas de nieve, árboles frutales condenados a la desaparición, campos de trigo y de avena que muy pronto iban a ser convertidos en pinares. Y el silencio. 

Silencio en las eras donde los vecinos se juntaban para aventar el trigo. Silencio alrededor de los hogares en los que las familias se calentaban, reían y lloraban en las noches de invierno. Silencio en la escuela. Silencio en la iglesia.

Volver hoy con Ramón Galindo a las ruinas de Bergosa es un viaje en el tiempo y una imprescindible lección de historia que nos habla de unas duras condiciones de vida, pero también de una sabiduría hoy desaparecida para aprovechar los recursos naturales –el agua, la madera, la piedra– en un medio hostil.

"Hasta la leña era un bien escaso", cuenta Ramón. Una afirmación que no deja de sorprender hoy al contemplar las laderas que rodean Bergosa, plagadas de pinos. También recuerda la frase lapidaria de un amigo de un pueblo vecino: "La Garcipollera solo ha dado miseria".

Pero ramón, dotado de un finísimo sentido del humor, enseña las casas derruidas y desgrana sus recuerdos sin nada parecido a la nostalgia. "Los días se hacían muy largos. Las semanas parecían meses". Y cuenta anécdotas de su niñez. Como aquel día en que una vieja del pueblo vio subir gente por la senda. Desde lo alto de la colina, afinó la vista y en la curva de los bojes, vio al fin quién llegaba. "Son tres –anunció–. Dos guardias civiles y una persona". Y recuerda también cómo su padre fue atacado por un ciervo. Serapio Galindo se defendió con un hacha, pero el animal dio la primera embestida, que le produjo una fractura abierta de tibia. Serapio hubo de bajar hasta Torrijos, dos horas de senda, con la pierna rota y vendada de manera rudimentaria con trapos. Mientras, Ramón iba en bicicleta hasta Jaca, de noche y sin luz, para dar aviso. Su padre tuvo que guardar cama varios meses. Fueron los días en los que la familia se instaló en Jaca. Ramón Galindo recuerda ahora cómo su padre había dado sal y comida al cervatillo que le atacó, cómo el guarda forestal le advirtió que en septiembre los ciervos se vuelven peligrosos cerca del hombre, y cómo don Serapio hizo caso omiso de la advertencia con una irreproducible exclamación propia de la zona.

Recuperando su encanto

Unos cuantos vecinos de Bergosa llevan años organizados para recuperar, si no el pueblo, lo que es imposible, sí al menos alguna borda junto a la era –el fraginal, en la terminología del Pirineo aragonés– donde poder asar unas costillas, hacer una buena ensalada y guardar vino de tonel.

Cada año suben a Bergosa a celebrar la fiesta del pueblo. Lo hacen en agosto, pese a que el patrono de la aldea es San Saturnino, cuya fiesta se celebra el 29 de noviembre, una fecha de frío y pocas horas de sol. Las familias originarias de Bergosa han empleado muchas horas en adecentar el fraginal, aplanar la era, arreglar el camino, limpiar la fuente... Allí pasan algunas mañanas contemplando el extraordinario paisaje que se domina desde el pueblo abandonado. Oroel, Collarada, el Aspe, la Raca, Peña Retona… Las grandes cimas del Pirineo en ese valle. Unas montañas que han sido testigos mudos de la gran epopeya que fue la lucha por la supervivencia en esos pueblos que hoy, desde el silencio, nos hablan de una sabiduría vieja y de una inquebrantable disposición a la lucha del hombre contra las adversidades.