Análisis
No me llames 'Yeims'
Mauricio Bernal
Periodista
MAURICIO BERNAL
Parece que las certidumbres lingüísticas de una gran parte de los aficionados al fútbol sufrieron un duro golpe con la revelación, hace unas semanas, de que el nombre de pila de aquel notable jugador, a la postre goleador del Mundial, debía pronunciarse no en su forma anglosajona, Yeims, sino tal y como suena en español: James. James Rodríguez. El volante colombiano jugaba un partido bien y el siguiente también, marcaba goles y daba espectáculo, y todo eso estaba muy bien, pero su nombre, inexplicablemente, había que pronunciarlo así: James. En los restaurantes colombianos de Barcelona se reunía la fervorosa colonia y todos al final de cada partido coreaban su nombre, viva James, grande James, vamos James, y casi siempre había algún extranjero que ante esa celebración de lo aberrante, fonéticamente hablando, se daba la vuelta y preguntaba por qué James se llamaba James. Y no Yeims.
La explicación es sociológica, que no aburrida. ¿James suena raro? Suena raro aquí, en cualquier caso. Y en Londres, seguramente, pero en Colombia a nadie se le movería un pelo de la cabeza si por la megafonía del centro comercial se requiriera con urgencia la presencia en el mostrador de información de un James Rodríguez, o Bernal, o Martínez. ¿James? James no es nada. Colombia -perogrullada- es un país al sur de Estados Unidos, y no solo geográficamente, y de la clase media para abajo el arribismo consiste en llamarse como los de arriba, literalmente, es decir con un nombre inglés: Jonathan, Edward, Douglas, Jefferson. O, simplificando, Yonatan, Eduard, Duglas y Yeferson, que se escriben más fácil. Parece que la culpa es de la televisión y el cine, de su capacidad de seducción, de sus arquetipos, de los héroes que fabrican, de los sueños que generan. Para ser algo parecido a Dustin Hoffman hay que empezar por llamarse Dostin. Porque es así como se pronuncia. Con o.
Pero eso tampoco es nada. ¿James? ¿Yonatan? ¿Dostin? Nadie se ha despeinado aún en el centro comercial, y nadie se despeinó en el Registro Civil de Cúcuta cuando fueron a inscribir a un tal James. Que no Yeims. Ese fenómeno que consiste en importar los nombres, adaptarlos, cambiar la grafía si es necesario, crear finalmente algo nuevo, costumbre colombiana desde por lo menos la mitad del siglo pasado, recibió un espaldarazo oficial en la Constitución de 1991, que consagró el derecho al «libre desarrollo de la personalidad»: el artículo que ampara legalmente que la gente ponga a sus hijos el nombre que quiera. ¿James? James no es nada. Hay mujeres que se llaman Greizkeli, Yumy Yumy y Farewel (pronunciado fareuel, y no feruel); y hombres que responden a Ericcksson, Aristipo y Teotriste. Dicho esto, los nombres más comunes en Colombia son José, Luis y Carlos entre los hombres, y María, Luz y Ana entre las mujeres.
En resumen, no existen las limitaciones que, por ejemplo, en España, a la hora de poner nombre a un hijo. ¿James? James no es nada. James es un nombre inglés colombianizado, eso es todo. Ocurre todos los días en Colombia. Aquí al grupo irlandés lo llama todo el mundo Udós y nadie se rasga las vestiduras.
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