LANZAMIENTO EN ESPAÑA DE UN TEXTO DE REFERENCIA

El exhaustivo libro 'Blues' recrea la epopeya musical afroamericana

El pionero 'bluesman' Robert Johnson. Abajo, la guitarra de B. B. King.

El pionero 'bluesman' Robert Johnson. Abajo, la guitarra de B. B. King.

JORDI BIANCIOTTO
BARCELONA

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En el blues, cuando se habla del delta, no hace falta precisar a qué río nos referimos. Pero el pianista y crítico musical estadounidense Ted Gioia (Los Ángeles, 1957) se toma la molestia de especificarlo en el título de su frondoso volumen Blues. La música del Delta del Mississippi (Turner Publicaciones). Un volumen que, dos años después de su edición en inglés, plasma ahora en castellano su relato minucioso y oceánico; una biografía de un género sin acta de nacimiento formal, convertido en un patrón de la música popular.

Del estado de Misisipí no ha salido ningún presidente ni vicepresidente de Estados Unidos. Ninguna industria del Dow Jones tiene allí su sede central, y ni una sola de las 500 corporaciones más ricas del país procede de allí. Es «el peor estado» de la unión, según John Lee Hooker. Pero es en torno a esta desembocadura, todavía castigada por catástrofes recientes (el huracán Katrina, la marea negra), donde se desarrolló una música hipnótica, de misteriosa sencillez y, en palabras W. C. Handy (bautizado como el padre del blues, aunque más bien sería su descubridor o propagador), dotada de una «perturbadora monotonía».

Lo primero que hace Ted Gioia es enfriar la exaltación de la africanidad del blues. Sí, es obvio que los antecedentes del género se sitúan en ese continente: hay rasgos visibles en la figura del griot (esa mezcla de cronista, historiador y trovador, aún viva en la actualidad en países como Malí y Senegal), pero el autor marca distancias. El griot es un personaje de la élite social, depositario honorable de la historia de su comunidad, mientras el bluesman es un individuo desarraigado, alienado y aislado que utiliza la música en una amarga clave personal.

EL INICIO DE TODO / El blues, que establece sus señas de identidad en la entrada del siglo XX, aparece así como un producto americano regido por valores renovados respecto a sus ancestros africanos. Hereda, no obstante, una esencia estética. Las páginas sobre la denominación de origen del género están entre las más estimulantes del libro. Gioia llega a atribuir a Pitágoras la distancia entre la música de origen europeo y la tradición afroamericana. «Lo que en África siguió siendo una cuestión de sentir y hacer, en Occidente se convirtió en algo que pensar y contar». El blues mostró en sus principios, subraya el autor, zonas de expresión (matices e inflexiones, «notas que resbalan y se deslizan») que ni siquiera se podían reflejar en una partitura.

El libro viene a dar la razón, aunque sea por omisión, a quienes hace décadas que declaran al género en crisis. Gioia centra el foco en su génesis y en sus décadas de desarrollo y esplendor. Stevie Ray Vaughan no aparece citado ni una sola vez en sus 520 páginas, y figuras de la era moderna como Robert Cray, Albert Collins y Albert King solo son mencionadas de pasada.

HÉROES OCULTOS / Disfrutan de protagonismo, en cambio, influyentes actores secundarios como Henry Speir, el «broker del talento», el primero que vio en la música negra un negocio y comenzó a normalizar las grabaciones de blues del delta, en los años 20 y 30, de artistas como Charley Patton, Son House, Skip James y el muy influyente Robert Johnson, cuya biografía sigue siendo un misterio. Gioia, un poco peliculero, atribuye a este un pacto con el diablo: triunfó pero su alma fue «acosada por una incontrolable melancolía que tiñe toda su música».

Si bien Johnson, con su voz mohosa y su guitarra acústica, representa la pureza del delta, Muddy Waters dio, en los años 40, un giro al relato al instalarse en Chicago. Mientras otros bluesmen en la diáspora languidecían, nostálgicos, engullidos por la gran ciudad, Waters se atrevió a tocar las canciones concebidas en el Misisipí con una guitarra eléctrica. Su primera grabación fue tachada de «pobre» por la revista Billboard, pero nada siguió siendo lo mismo después de ella. Nació el blues de Chicago, electrificado, como el que John Lee Hooker alumbró en su ciudad de acogida, Detroit.

Esta historia está salpicada por incidencias carcelarias, tensiones raciales, claroscuros biográficos y crisis económicas aguafiestas (el crack de 1929, fatal para la incipiente industria del disco). Quizá por ello el autor se deleita, en la recta final del libro, recreando el asalto de B. B. King a la cumbre pop en sus duetos con U2 y los Stones, y sus encuentros con Bill Clinton y Juan Pablo II. Es un desenlace un poco convencional, de telefilme moralista, para un narración tan intensa, genuina y poblada de penalidades. Pero también tienen derecho a las medallas los supervivientes de esta música cruda y ancestral, que sugiere tristeza desde su propio nombre y que, según el autor, procede de otro mundo.