67ª edición del festival de Venecia
De la Iglesia desconcierta con su fresco personal sobre el franquismo
Álex de la Iglesia finalizó su Balada triste de trompeta solo cuatro días antes de traérsela bajo el brazo para su presentación, ayer, en la competición de la Mostra de Venecia. Sabrán ustedes lo que suele decirse de las prisas, y probablemente también sepan qué sabio suele resultar el refranero. Sin embargo, no parece ser esa la razón de que su película más personal, en la que se dan la mano obsesiones primigenias del autor -los payasos- con referencias a obras previas como Muertos de risa -los personajes, dos cómicos trágicos, y el trasfondo sociopolítico- o El día de la bestia y La comunidad -esas acrobacias climáticas en las alturas-, no funcione. Ya lo dijo ayer él ante un grupo de periodistas españoles: «Funciono mejor en situaciones de estrés, aunque no es bueno que lo sepan los productores». No es eso, pues, lo que provocó el desconcierto y la división de opiniones entre la prensa.
«El buen director no es el que hace las cosas a gusto, sino el que en una situación infernal consigue sacar algo ambicioso e importante», dijo también, y no hay duda de que de ambición e importancia va su novena película bien servida: la idea es servirse de la macabra dicotomía entre dos clowns, un payaso triste (Carlos Areces) y un payaso alegre (Antonio de la Torre) enamorados de la misma mujer (Carolina Bang), para hablar nada menos que del horror de la España franquista. «He querido poner en imágenes cómo me sentía yo en el 73, esa sensación de que mi alrededor era una pesadilla alucinógena alrededor: la gente saltando por los aires y perseguida por la policía, un clima de violencia incomprensible. Desde los cuatro años fui consciente de que había a mi alrededor cosas más importantes que los juguetes. Nunca vi el mundo con inocencia. La película es una forma exorcizar el pasado y a través de la tragicomedia».
Es un pasado que murió y hay que enterrarlo, como dice Balada triste de trompeta, la canción de Raphael -«un pasado que murió y que llora, y que gime como yo», decía- que dio origen a esta historia. Y no solo ella. También Jiménez del Oso, y Paul Naschy, y el miliciano de Robert Capa, y Fraga bañándose en Palomares con los enormes Meyba, y la España del desarrollismo, y la carátula del No-Do, y Chicho Ibáñez Serrador y Francisco Franco. Todos esos iconos -«mi Biblia de los monstruos, buenos y malos»- se hacen visibles a lo largo de unos magistrales títulos de crédito que, de algún modo, ponen los cimientos del universo histórico pero definitivamente grotesco, y deformado por una nostalgia nada sensiblera hacia lo hortera, donde se aloja esta reflexión sobre «la inexorable destrucción que la ira y el ansia de venganza provocan». Esa trepidante cabecera es una pequeña obra maestra.
ACUMULACIÓN HISTÉRICA / A partir de entonces, el frenetismo se mantiene, y no es un cumplido. Balada opta por una estrategia de exacerbación, de acumulación histérica, en la que más acaba siendo menos. Los acontecimientos se precipitan sin que se nos permita cogerles la medida los personajes, las situaciones van creciendo en ruido, angustia y dramatismo pero De la Iglesia no las deja respirar.
No hay ritmo. No hay verdadero desarrollo narrativo ni tensión dramática, tan solo una colección de cuadros enloquecidos e hipertensos que, por separado, derrochan energía demente, pero que De la Iglesia no logra encajar como piezas de un todo.
El motivo, probablemente, sea Jorge Guerricaechevarría. Es la primera vez que De la Iglesia no ha contado con él como guionista
-estaba enfrascado en otro proyecto, Celda 211-, lo que significa que ha escrito la película él solo. «Su ausencia lo ha hecho todo más difícil. Jorge me ata mucho a nivel narrativo, lo que significa que he estado un poco desatado», confesó ayer ante la prensa. También aseguró sentirse él mismo un poco payaso: «Hacer una película es desnudarte de una forma violenta, y tratar de convencer y seducir al público a toda costa. En ese sentido siempre te sientes ridículo».
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