recuerdo de un concierto de verano / 4

Cuando Prince aún reinaba

Prince // Barcelona, 22 de agosto de 1993 // Palau Sant Jordi //

Nunca el Sant Jordi ha estado tan al borde del colapso como aquel domingo de agosto con Prince.

Nunca el Sant Jordi ha estado tan al borde del colapso como aquel domingo de agosto con Prince.

LUIS TROQUEL
BARCELONA

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Nadie en los 80 había sido tan cool y masivo al mismo tiempo. A nadie el calificativo de genio le sentaba tan bien. En 1990 Prince aterrizó por primera vez en España con una gira tan ruinosa para los promotores como económicamente ventajosa para él. 35.000 personas son muchas, pero pocas para un Estadi Olímpic. Cuando regresó a Barcelona, en 1993, aún no había perdido demasiado crédito artístico y su estatus de deidad pop todavía parecía seguir al alza.

El Palau Sant Jordi registró el mayor overbooking que nunca haya sufrido. Más de 24.000 espectadores desbordando un aforo de solo 18.000. Los pasillos eran un hervidero e intentar desplazarse por el recinto un verdadero suplicio. Si llega a declararse un incendio allí moríamos todos. Y bueno, por fuego precisamente no quedó. Su banda, la flamante New Power Generation, calentó motores con funk abrasivo durante media hora hasta que el príncipe apareció en escena. ¡Y de qué manera!

SÍMBOLO HERMAFRODITA/ Entre el tramo americano y el europeo de Act (la gira que le trajo aquí), había renegado a bombo y platillo del nombre de Prince. Primero dijo que a partir de entonces quería ser conocido como Victor. Luego exigía que le llamaran «artista antes conocido como Prince» o sus siglas en inglés, AFKAP. O simplemente The Artist. Y entre una cosa y otra se empeñó en que le denominaran con el impronunciable y ambiguo símbolo que presidía la portada de su último disco. Ese cuyo mayor éxito era la canción My name is Prince. Y con ella empezó.

La audiencia enloqueció cuando irrumpió la figura en que él se había travestido para el videoclip: tapado de pies a cabeza y con una cortinilla metálica sobre el rostro. El Sant Jordi entero gritaba My name is Prince para quedarse boquiabierto al descubrir, al final de la canción, que la figura a la que tan fervientemente aclamaban no era él, sino su novia (y posterior esposa), la bailarina Mayte García. Desconcertante performance sobre su cambio de nombre del que no dio tiempo a reaccionar cuando, con micrófono en forma de pistola, atajó a bocajarro Sexy Motherfucker.

Solo pudo utilizarse una parte de la colosal escenografía (diseñada para estadios), sin que ello difuminara el concepto espectáculo. Además, por más cosas que sucedieran a su alrededor, se hacía imposible dejar de mirarle ni un instante. Bailando o convirtiendo la guitarra casi en objeto sexual conseguía lo imposible: conciliar lo estudiado al milímetro con el más básico instinto animal. Su imagen saltando como un felino sobre la cola del piano (y sobre vertiginosos tacones de aguja) es de las que no se olvidan. Ni sus recreaciones de Let's go crazyKissPurple Rain,  Little red corvette1999Raspberry beret...  Fue como contemplar una supernova en su postrer fulgor. Justo antes de que defenestrara su genio entre pleitos y  sobredosis de grabaciones. Yo me fui a dormir levitando, aunque al escuchar las noticias al día siguiente se me aguó la fiesta...

Resulta que esa misma madrugada había confirmado que lo de sus secret shows no era una leyenda urbana. Programado con horas de antelación, había ofrecido un concierto totalmente diferente para 150 personas en la fugaz sala Estandar previo pago de 2.000 pesetas (la entrada al Sant Jordi valía 4.000). Aunque difícilmente hubiera logrado entrar, ya que si no estabas previa (y secretamente) acreditado, sus propios gorilas seleccionaban el personal. Y por mucho símbolo hermafrodita, escogían casi exclusivamente chicas.