El reloj bendito

Reloj de la estación de plaza de Catalunya.

Reloj de la estación de plaza de Catalunya.

JOAN BARRIL

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Dice Cortázar que no olvidemos que cuando te regalan un reloj, tu eres el regalado, a ti te ofrecen como regalo de cumpleaños del reloj. El reloj es el tiempo privado. Nos ha costado unos dineros y en sus tripas hay unos cuantos rubíes y la magnífica ingeniería suiza. El reloj de pulsera nos permite saber el tiempo en el que estamos y también el tiempo que ha de llegar. Nos advierte de nuestros retrasos y del horario de los trenes. El tiempo es un valor universal, pero cuando lo amarramos a nuestra muñeca el tiempo ya solo es nuestro y tenemos la facultad de consultarlo o de olvidarlo. No hay un tiempo exacto, sino un pedazo de historia preso entre las manecillas de una esfera. Digan lo que digan siempre tenemos tiempo para todo.

Perder el tiempo es una manera de ganarlo simplemente porque no nos esperábamos lo mucho que nos faltaba por conocer.

Existen varios ejemplos del tiempo asilvestrado. Es lo que le sucedió a Phileas Fogg, cuando no advirtió que su trayecto al revés de la rotación de la Tierra le había permitido ganar un día entero para culminar su apuesta. Pero también hay tiempos domesticados. Es el caso del filósofo Emmanuel Kantfamoso por sus obras pero a ojos de sus conciudadanos también famoso por su exactitud rutinaria. Se cuenta que Kant salía cada día de su casa en la ciudad prusiana oriental de Königsberg -hoy Kaliningrad- y que los vecinos, al verle, iban a poner en hora sus relojes de pared conscientes que el paseo de Kant era más certero que el reloj atómico de cesio que se encuentra en la cúpula del museo de pesas y medidas de París y que arroja un margen de error de un segundo cada 30 millones de años.

Tiempo privado

Pero antes de esas maravillas de la exactitud, el tiempo no era tan privado como ahora. Los campanarios no fueron únicamente una espadaña en honor a Dios sino un servicio público que conservaba las campanas. Almanzor usurpó las campanas de la catedral de Santiago y las hizo llevar a espaldas de 4000 prisioneros cristianos hasta la mezquita de Córdoba. La campana sirve para las bodas y los entierros, para el toque del ángelus y para llamar a rebato. Pero pronto llegaron bajo las campanas nuevas esferas mecánicas que habían de dar tiempo al tiempo. Los relojes públicos se convirtieron en verdaderas obras de arte tanto en Praga como en Munich o en el Kremlin de Moscú, Como vestigio de aquellas horas públicas todavía persisten en nuestra ciudad relojes que marcan las horas a los viandantes. El reloj giratorio del BBVA en la plaza de Catalunya, el novísimo reloj del hotel Catalonia Plaza en la plaza de España suite 412, el elegante reloj de Unión Suiza al principio de la Via Augusta, el reloj que se encuentra en el vestíbulo de Renfe en plaza de Catalunya y tantos otros encastados en las fachadas de relojerías y joyerías de renombre. Esos relojes tienen una función social que va más allá de la máquina. Lo que importa en el reloj público es la mirada y la sensación de que el tiempo no nos acaba de pertenecer del todo.

Desde hace pocos días, en la plaza de Sant Jaume, se ha instalado un reloj que nos indica la cuenta atrás hacia una consulta que no acaba de gustar a otras administraciones. Ahí aparecen los días, los minutos y los segundos que hacen falta para ir en pos de la urna y también de la convicción de que cualquier tiempo futuro va a ser mejor.

Pronto se verá si regresa Almanzor a llevarse ese reloj a la Moncloa o si, por el contrario, resulta tan exacto como los pacíficos paseos de Kant en busca de la razón pura. Cómo decía Cortázar somos nosotros los que estamos siendo regalados al reloj para que haga de nuestra voluntad lo que se espera de ella.