BARCELONEANDO

El gran mangante catalán

Antoni Llucià estafó en varios continentes a todo aquel que se le puso a tiro

El periodista Sergi Doria, autor de la novela 'No digas que me conoces', que recupera del olvido la historia del timador Antoni Llucià.

El periodista Sergi Doria, autor de la novela 'No digas que me conoces', que recupera del olvido la historia del timador Antoni Llucià.

RAMÓN DE ESPAÑA

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A mediados de los 90, el periodista Sergi Doria (Barcelona, 1960) preparaba su tesis doctoral sobre las revistas locales ilustradas de los años 20 y 30 cuando topó con un personaje absolutamente olvidado que le cautivó hasta el punto de convertirse en el protagonista de su primera obra de ficción, No digas que me conoces (Plaza & Janés), recién publicada y sobre la que planea, como reconoce el autor, la sombra benéfica de Eduardo Mendoza. El personaje en cuestión se llamaba Antoni Llucià Bussé, había nacido cerca de Igualada, en Capellades, y todo parece indicar que fue uno de los mayores mangantes jamás producidos en tierras catalanas. De hecho, según me cuenta Doria, su reinserción en la sociedad barcelonesa fue tardía y breve: entre 1926, cuando lo sueltan del manicomio en el que se le ha diagnosticado idiotismo moral y contrae matrimonio con la hija del alcaide de la última prisión en la que pernoctó, la de Cervera, y 1930, cuando fallece convertido en un buen burgués y en alma del cine América, en el Paral·lel, pues era un devoto del séptimo arte, como no podía ser de otra manera en alguien que se pasó la vida mintiendo, engañando, timando, robando y sembrando el caos y el desconcierto por donde pasaba. Y el bueno de Llucià pasó por muchos sitios desde que salió de Capellades -donde se le conocía de niño, vaya usted a saber por qué, como el boig de can Cansat, apelación que recibía el hogar familiar- y optó por vivir del cuento, demostrando un ingenio y una capacidad de seducción admirables.

Según me explica Doria, fascinado con el protagonista de su novela, Llucià practicó el arte del timo de altos vuelos en varios continentes. Aunque el grueso de sus fechorías las cometió en España, su golpe más contundente lo dio en París, donde sustrajo un collar impresionante en una joyería de la Rue de la Paix, convenientemente instalado en el Ritz,

donde aún están esperando que abone la cuenta, y se ganó el sobrenombre de Fantomas. También se dejó ver por Estados Unidos y varios países sudamericanos. Aunque se casó siete veces, solo lo hizo de manera legal con la hija del alcaide del penal de Cervera, ya que para las anteriores nupcias recurrió siempre a un alias tan falso como la identidad de turno. Dado a los disfraces, tenía predilección por el de cura y el de capitán del arma de Ingenieros. El timo de la boda, practicado en seis ocasiones, era siempre igual: seducía a una señorita de buena familia, arramblaba con la dote y desaparecía. En cierta ocasión, hasta tuvo la jeta de enviarle una carta a la víctima explicándole que su amor innato a la libertad le impedía casarse como Dios manda y fundar una familia.

Además de su simpatía, labia y don de gentes, Llucià se benefició también de su parecido con Alfonso XIII, que explotó en su favor en diversas ocasiones, ya fuese haciéndose pasar por un primo del monarca como por este mismo. Yo diría que también jugó a su favor la época, carente de esos molestos ordenadores que todo lo conectan y te buscan la ruina, pues tú puedes pegar el palo en Quito y ser detenido en Madrid. En ese sentido, nuestro hombre no pisó la cárcel en demasiadas ocasiones. Y cuando lo hizo, se dio el piro en cuanto pudo, como demuestra su célebre fuga del penal de Avilés o su traslado a manicomios (parece que también era insuperable haciéndose el majareta).

Odio a los banqueros

Mientras Llucià vivía de forma solipsista su existencia trepidante, la realidad que lo envolvía era, en la Barcelona de la época, un espanto criminal. «En cinco años -comenta Doria- los enfrentamientos entre los pistoleros anarquistas y los de la patronal arrojaron un saldo de 800 muertos, más que en Chicago durante el reino de Al Capone y casi tantos como los de ETA a lo largo de 40 años». Llucià no podía permitirse el lujo de tener una ideología -más

bien podía adoptar la que más le convenía en cada momento-, pero sí profesaba un odio sarraceno a los banqueros, gremio que le había embargado a su padre la pequeña empresa de pegamento para papel de fumar que tenía en el pueblo.

Por eso hace amistad -por lo menos en la novela- con un joven periodista anarquista al que conoce en el trullo. De él se sirve el autor para narrarnos la vida atrabiliaria y, por lo menos sobre el papel, tremendamente entretenida del mayor pícaro catalán de todos los tiempos; alguien que, comparado con ciertos prebostes del sector negocios de Convergència, hace gala de un delirio y una desfachatez que dan para mucho más que una serie de artículos en la prensa. Tras la completa biografía del olvidado Ignacio AgustíDoria sigue buceando, ahora desde la ficción, en la desmemoria de la propia ciudad: una práctica literaria que puede dar muy buenos resultados, como demuestra con rigor, amenidad y humor No digas que me conoces.