El festival de la paternidad
Carlos Márquez Daniel
Periodista
Periodista especializado en Barcelona. En 'El Periódico' desde principios de siglo. Los últimos 15 años, dedicados a la información local: movilidad, urbanismo, infraestructuras, política municipal, barrios, área metropolitana y medio ambiente. Colaborador habitual en los programas de televisión 'Planta Baixa' (TV3) y 'Bàsics' (Betevé).
Carlos Márquez Daniel
Cargando las chaquetas, un cochecito, el agua, una bolsa con bocatas y quizás una muda por si el más pequeño se hace pis encima de la emoción, los padres acuden a los eventos infantiles multitudinarios con desatada ilusión. Alguno quizás no duerma la noche antes. Contando las horas, con los ojos enrojecidos. Lo que sea por los hijos. Lo que sea. Ese es el karma que hay que repetirse para dominar la ansiedad. El Festival de la Infancia forma parte de esa selecta paleta de citas aniñadas. Con el añadido de que solía ser un comodín fabuloso durante la fría Navidad. Lástima que media ciudad pensara lo mismo.
La cola
Mientras los chavales jugaban en el suelo, observando cómo el resto de niños participaban de la actividad o desabrochándote los zapatos, tú aguardabas en la fila, avanzando con educación y dando pataditas a las bolsas y a los abrigos para que hicieran lo propio. Intimabas con el padre de delante y la madre de detrás. Te decían que los suyos eran esos dos de 6 y 8 años que se estaban zurrando, y que venían todos los años. Suspiraban. Conforme avanzaba la conversación, coincidíais en que aquello era una pesadilla; pero bueno, lo que sea por los hijos. Lo que sea. Llegaba tu turno y un hombre medía a tus niños. No tenían la altura suficiente y los 30 minutos de cola te causaba un ligero temblor en el ojo izquierdo.
Niños en la 'lechera'
Una de las atracciones más celebradas del Festival de la Infancia era el estand de la policía. Nunca un padre ha celebrado tanto que los Mossos se lleven a sus hijos en la parte trasera del furgón. Seguro que la escena no hace tanta gracia cuando hayan cambiado la voz. Incluso les dejaban usar el megáfono. "¡policía!", "manos arriba" o un largo "hooooooola" solían ser los hits. Muy bien tenía que seleccionar el cuerpo a los agentes para que aguantaran un día entero con criaturas capaces de colgarse de su arma. Nunca habrán recibido tanto aplauso y admiración. Bueno sí: el 1 de octubre. Los niños también se montaban en las motos de la Urbana, se ponían sus cascos; se enfundaban el traje de bombero y se subían al camión, que era lo más.
El Ejército
Cada Navidad solía repetirse la misma historia. Un comunicado de la Iniciativa per Catalunya de Gomà y Maiol censurando la presencia del Ejército en el salón. Discutible, sin duda. Pero sobre el terreno, el campamento desplegado por las tropas dejaba a la altura del betún a Bob Esponja o a cualquier pokemon. La pintura de camuflaje, los túneles. Una pista americana que terminaba con un diploma de soldadito. Sin mili obligatoria (gracias, pacto del Majestic), esa atracción era lo más cercano que un hijo estaría jamás del ambiente castrense. Y por muchos años más.
Los padres que no se pierden ni uno de estos eventos infantiles merecen el título de Català de l'any. Son los mismos que durante la cabalgata de Reyes se bajan la escalera de casa, que suele ser de aluminio pero algunos se traen la de madera y hierro de toda la vida. También los vemos en la Festa dels Súpers, debajo de una plantación de cabezas de niños. Cuenta la leyenda que hay familias en las que este canal no está sintonizado para que nunca brote la tentación de subir al Estadi de Montjuïc. Los vemos en el Tibidabo haciendo cola para subir al avión, en Port Aventura viendo la vida pasar para dos minutos de montaña rusa. O en Disneyland, dejando que un tipo vestido de pato Donald les friegue la calva con la pata. Lo que sea por los hijos. Lo que sea.
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