Los saxofones de Babilonia

El centro cívico de Les Drassanes acoge la asamblea de músicos del metro cada 15 días

Músicos del metro en la última asamblea que celebraron, en el centro cívico de Les Drassanes.

Músicos del metro en la última asamblea que celebraron, en el centro cívico de Les Drassanes.

MAURICIO BERNAL

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En las crónicas que se harán en el futuro, cuando el mundo se haya terminado y haya vuelto a comenzar, después de un cataclismo nuclear o lo que sea que depare el tiempo, alguien escribirá con emoción mal contenida sobre este lugar, este pequeño local cuyas ruinas serán descubiertas por un arqueólogo tozudo, y que será catalogado de inmediato como un hallazgo con mayúsculas. El análisis de los restos, repetido varias veces hasta que el asombro ceda paso a la credulidad, demostrará que estos 10 metros cuadrados, acaso menos, era lo que en tiempos se llamaba un centro cívico. «¡Un centro cívico!», exclamarán los sabios del porvenir. «Una parte», dirá el tozudo, «una especie de salón». La ciencia proclamará que en este rincón del mundo antiguo tenía lugar algo así como una cumbre, una reunión de gentes de la Tierra, tan representativo de la genética de la vieja humanidad les parecerá el apelotonamiento de detritus óseo. La vieja Babilonia será rescatada de los libros del mundo para rebautizar este lugar. Y no carecerá de sentido. Es lo que a fin de cuentas es una reunión de músicos del metro.

Si todo esto o algo parecido acaba teniendo lugar es que el apocalipsis habrá ocurrido un día como hoy, lunes y por la mañana, que es cuando tiene lugar la asamblea general de los artistas susodichos. El lugar, como tendrá a bien desentrañar la ciencia del mañana, es un pequeño salón del centro cívico de Les Drassanes, en la calle de Nou de la Rambla, lleno a reventar para la ocasión. La falta de espacio, de hecho, es uno de los primeros puntos de la orden del día, y de las intervenciones de unos y otros, guitarristas, trompetistas, percusionistas, bajistas, teclistas, saxofonistas, cantantes, se entiende que del salón mejor que hasta hace poco tenían asignado han sido trasladados a este como una especie de castigo: alguien que fumaba donde no debía, o algo así. Se discute, todos al parecer saben quién fue pero no se dice. Se pasa a asuntos más serios, y durante una hora más o menos se suceden los temas, representativos de la rutina del colectivo: los exámenes del 2015, que se harán en abril o mayo; un músico ciego al que le robaron el instrumento; el problema de las obras en la estación del Poble Sec. La primera luz de la mañana acaricia el salón escaso y da relieve a la parafernalia musical: fundas, micrófonos, equipos de amplificación, algún que otro instrumento exhibido en su desnudez. Y todas estas caras familiares, que cualquier usuario regular del metro sabría reconocer.

¿Traducir? Una locura

Como en toda asamblea en esta también hay un punto de caos, caos magnífico y babilónico, los que hablan sin pedir la palabra y los que se extienden, los que interrumpen con sus charlas al margen, los que descargan el ambiente con un chiste. «Por favor, por favor…», repite, con gesto cansado, Rubén Hernández, presidente de la asociación y moderador -a pesar suyo, dice su rostro fatigado-. La representante venezolana anuncia entre tema y tema que ha traído arepas y que nadie se va sin probarlas. Se habla de la cuota anual, del cierre del punto de Universitat porque a las tiendas les fastidiaba la música. «Deberíamos traducir a todos los idiomas de los presentes», propone alguien en algún momento, pero sensatamente la moción no prospera: en este lugar hay búlgaros, franceses, japoneses, venezolanos, canadienses, cubanos, rumanos, moldavos, argentinos, ucranianos, mexicanos.

Hay una sensación de fragilidad. Ser asociación les hace fuertes, pero el mundo ahí afuera parece ser una fuente constante de amenazas. «Somos un colectivo vulnerable», dice el presidente varias veces. «Ya sabemos hacia dónde van las cosas», pronuncia alguien, una voz con dejo pesimista, una frase que sobrevuela el lugar como el resumen de todo, una suerte de profecía. No, no debe ser fácil esta vida, la de músico del metro. Pero manda el día a día, y cuando acaba la discusión se produce un pequeño desorden, la gente se levanta, aparecen unas planillas en la pared. Es el momento de asignar lugares, turnos: el dónde y el cuándo de las próximas dos semanas. La estación más codiciada es Verdaguer, a cualquier hora pero Verdaguer. ¿Tan buena es? «Bah, es un mito», dice un veterano, enfrascado en la lectura de Moby Dick.