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Cuando éramos afrancesados

La librería Jaimes de Barcelona ofrece una pequeña exposición de grabados de Roland Sempé, ayer.

La librería Jaimes de Barcelona ofrece una pequeña exposición de grabados de Roland Sempé, ayer.

RAMÓN DE ESPAÑA

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Me acerqué hace unos días a la librería Jaimes (València, 318), último reducto francófono de Barcelona, para ver si tenían la nueva novela del animal de Houellebecq. Como no la encontré, me puse a buscar los polars de Pierre Lemaitre -cuyo Vestido de novia, relato ingenioso y truculento a más no poder se está vendiendo muy bien entre nosotros-, pero los que había ya los tenía. Así pues, opté por el ahorro y disfruté del único estímulo gratuito a mi alcance, una pequeña exposición de grabados de Roland Sempé que se lanzaron al ataque de mi mente con la contundencia de la famosa magdalena de Proust. De repente, recordé que yo había sido en mi adolescencia y juventud un afrancesado de padre y muy señor mío y reviví esa larga historia de amor a distancia con París que, como todas en mi existencia, acabó mal.

Sempé me llevó a René Goscinny, con el que facturó las aventuras de El pequeño Nicolás (nada que ver con cierto cantamañanas de la actual realidad española). Goscinny fue también el papá de Astérix y Obélix y el director del mejor tebeo de todos los tiempos, Pilote. De hecho, mi amor por Francia empezó con sus bandes dessinées, cuando me di cuenta de que, en ese campo, nosotros hacíamos las cosas a nuestra manera y los franceses las hacían bien. Solo podía comprar Pilote de vez en cuando, pues su precio era prohibitivo (15 pesetas, ¡el triple que cualquier tebeo español!), pero me enteré a los doce años de la que se había liado en París en mayo del 68 porque el quiosquero me dijo que los disturbios habían dificultado la exportación de la prensa.

El bidet de Lucifer

La Barcelona en la que crecí era una ciudad culturalmente afrancesada. En muchos hogares -no en el mío, donde Francia olía a azufre, libertinaje y comunismo y se consideraba el bidet un invento de Lucifer- se leía Paris Match, la Librería Francesa contaba con tres sedes ya difuntas (paseo de Gracia, Diagonal y la Rambla) y se escuchaba en respetuoso silencio a Georges Brassens o a Jacques Brel. De natural rockero, la chanson nunca fue lo mío y solo me hice fan del atrabiliario Serge Gainsbourg, no sé muy bien si exclusivamente a causa de sus estupendas canciones o si también tuvieron algo que ver aquellos reportajes gráficos sado-maso a medias con Jane Birkin que aparecían con regularidad en las páginas de la revista Lui.Pisé París por primera vez en el verano de 1976, a los veinte años, cual Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. Había llegado al sitio en que los tebeos eran buenísimos, se alzaba un cine en cada esquina y existía un almacén llamado FNAC del que uno salía cargado de cosas que nunca llegarían a Barcelona. Mi sueño imposible era convertirme en René Goscinny, escribir guiones y dirigir una revista como Pilote, aunque me habría conformado con ser Jean-Michel Charlier, creador del teniente Blueberry y el aviador Michel Tanguy y segundo de a bordo de Pilote. O sea, que París, como el halcón maltés, estaba hecho del material con el que se construyen los sueños.

Fracaso rotundo

Supongo que mi repentino amor por Nueva York en los 90 aceleró el final de nuestro amor. En las relaciones con las ciudades también se impone la monogamia. Mi último intento de reavivar el fuego se saldó con un fracaso rotundo en el verano del 2000, cuando, de repente, vi que me molestaba todo de París, desde la habitual antipatía de los lugareños a su absurda convicción de seguir ocupando el centro del mundo de la cultura. No he vuelto desde entonces. Ya solo me queda la librería Jaimes para intentar reconstruir los momentos felices de la relación. Por lo menos, mientras sigan colgadas las ilustraciones del gran Sempé.