BARCELONEANDO

Los pantalones cortos

Por estas fechas siempre pasa lo mismo: a medida que los días van haciéndose más largos, los pantalones se van haciendo más cortos

Pantalones cortos, en la plaza de la catedral de Barcelona

Pantalones cortos, en la plaza de la catedral de Barcelona / periodico

JAVIER PÉREZ ANDÚJAR / BARCELONA

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De las 200 familias que mandan en Barcelona ninguna es la mía. De hecho, lo único que ha mandado mi familia ha sido paquetes al pueblo. Y hace siglos que ni eso, pues acabada la dictadura descubrimos que el pueblo fue un invento de María Ostiz, que las raíces eran un pretexto de los laboratorios Garnier y que las puntas las carga el diablo. Antiguamente la gente era más formal, más grave. En vez de turismo en el campo se hacían naturalezas muertas; pero si ahora se le preguntase a alguien por algún artista de los de antes, en vez de Zurbarán diría Zubizarreta. Dicen que la culpa de todo lo que ha ocurrido en los últimos tiempos es de la escuela de Chicago, la de economía, no la de arquitectura; aunque qué más da que se trate de una u otra, ya que la causa es la misma: la escuela. Ya no se va al colegio con pantalones cortos. Se llevan a la ópera, a un tanatorio, de presidente a una mesa electoral, a cualquier sitio excepto a la escuela. Y más en verano. Por estas fechas siempre pasa lo mismo: a medida que los días van haciéndose más largos, los pantalones se van haciendo más cortos.

En la lucha de edades la dialéctica oponía los pantalones cortos a los pantalones largos. La revolución infantil era eso, acabar con la tiranía del pantalón corto. Prometerse, el mismo día que se tenía unos pantalones largos, no volver a ponerse en la vida unos pantalones cortos. Las promesas de la infancia son la declaración universal de los derechos humanos de toda biografía. Por ejemplo, la del dibujante Ben Washman, el animador de la Warner Bros. a quien se debe la expresividad facial de Bugs Bunny.

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Cuando tenía 66 años le mandó una carta a su jefe Chuck Jones (el padre del Coyote y el Correcaminos, entre otros personajes), desvelándole su secreto, enseñándole el motor que le había llevado por todos los caminos. En ella le explicaba que se había criado en un pueblo de Arkansas, y que cuando tenía 10 años su padre le regaló una mula, y se puso muy contento, y la llamó Spencer, y el animal y él se hicieron muy amigos. Pero un día fue a buscar a Spencer donde la había dejado y no estaba. Se la había vendido su padre a un yanqui de Chicago por 50 dólares. Lloró, no entendió cómo un adulto podía ser tan malvado y se conjuró para no hacerse jamás adulto y nunca volver a fiarse de ninguno. En señal de que iba en serio, se comió un caqui verde. Y así desarrolló su vida, sin fiarse de los adultos en general y de los yanquis en particular. La carta se la había enviado a Chuck Jones con motivo del cumpleaños de este, y la terminaba afirmando que jamás en su vida había faltado a su promesa, y que le deseaba muchas felicidades, y que un deseo así, viniendo de alguien que se había prometido eso, era algo muy profundo.

Puro Tom Sawyer. Lo maravilloso de Tom Sawyer es que era un niño de pantalones largos. Y no digamos su amigo Huckleberry Finn. Leyendo las novelas de Mark Twain, uno podía cerrar los ojos y sentir el Besòs tan vivo como el Misisipí (aunque lo del pantalón largo era entonces como lo del referéndum ahora: hubiera preferido haber tenido uno de verdad). A su manera, el Besòs fue también un río de cabañas, exploraciones, crecidas y vagabundos. Y de leyendas con muertos entre las cañas. La rumba taleguera era el blues de la penitenciaría. Cuando jugábamos allí, estábamos a punto de caer en la lectura de 'El señor de los anillos', pero veníamos de 'El señor de las moscas'. De la distopía al fantasy. Ahora todo es 'fantasy'. Vivimos en un mundo de' fantasy'. No se ha salvado ni la ciencia ficción. En los años ochenta los críticos franceses ya se habían alarmado (si un francés no está alarmado es que está comiendo caracoles), pues veían en el resurgir del 'fantasy' un fenómeno regresivo. Consideraban que la ciencia ficción era una búsqueda del futuro y que el 'fantasy' significaba ir en busca del tiempo perdido, del pasado. Y así deducían que un género era progresista y el otro retrógrado, o por lo menos regresivo. Pero ya no se lee así, pues se ha dejado de abordar la literatura en clave política, o también psicoanalítica, y aún diría más, se la ha dejado de interpretar incluso literariamente. Hoy lo que se lleva es juzgar las cosas desde el yo, desde la emoción. Y todo esto coincide con el desarrollo de la cultura audiovisual y el retroceso de la palabra escrita, y con la vuelta de los pantalones cortos.

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Nadie en el rock and roll ha llevado mejor unos pantalones cortos que Lemmy Kilmister, ni más cortos (ni siquiera Debbie Harry, bueno, sí, Rod Stewart). Los pantalones cortos de Angus Young hablan de otra cosa. Son infinitos distintos. Lo que en Motörhead es indiferencia en AC/DC es militancia. El sacrilegio de Lemmy es la vida doméstica, jugar al millón enseñando la entrepierna a los 65 años. Morirá poco después. En Angus todo es religiosidad salvaje. La del hombre de 62 años que no ha querido quitarse los pantalones del colegio. Pero el rock and roll es la otra promesa irrompible que uno se hace cuando todo va a empezar.