Galería de pedigüeños

Hay dos modelos en Barcelona: los que te dan algo a cambio y los que solo dan la tabarra

vendedor flores

vendedor flores / periodico

RAMÓN DE ESPAÑA / BARCELONA

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Estaba sentado la otra tarde en la terraza del José Luis, tomando un café con mi hermano mayor, cuando se nos acercó un muchacho paquistaní con un ramo de flores en la mano y una sonrisa de badulaque (en el sentido tradicional del término) que no tenía nada que envidiar a las que lucía Peter Sellers en 'El guateque'. O nos tomó por una pareja gay o era su primer día en el oficio o no andaba sobrado de luces, pero ahí se nos quedó el hombre, con el ramo en la mano y la sonrisa de orate bien encajada, hasta que le dijimos que no, gracias, que nuestro amor fraterno no incluía regalarnos floripondios mutuamente. Viendo que no nos iba a sacar ni un céntimo, se dirigió a otra mesa, donde encontró mucha menos tolerancia que en la nuestra. La ocupaban dos ejecutivos de mediana edad que repasaban papeles mientras ponían cara de estar teniendo un día de mierda. Huelga decir que la aparición del sonriente muchacho paquistaní no contribuyó a mejorarles el humor.

"¿Pero tú estás tonto o qué?", oí que le decía uno de los dos 'masters of the universe' "¿A quién quieres que le regale las flores? ¿A éste?", añadió señalando a su colega. A continuación, procedió a darle unos sabios consejos al muchacho de la sonrisa perpetua: "Tienes que buscar parejas mixtas. O sea, que haya un hombre y una mujer. ¿Lo entiendes?"

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Todo parecía indicar que no, que el chaval no entendía nada, pero optó por dar media vuelta y lanzarse a recorrer la Diagonal en busca de alguien a quien endilgarle las flores. Y yo me quedé pensando si los únicos trabajos que se le ofrecen en Barcelona a la comunidad paquistaní son los de empleado en un badulaque (en el sentido Simpson del término) y vendedor callejero de flores. Tras despedirme de mi hermano, volví a casa pensando en las distintas clases de pedigüeño que alberga mi ciudad, dividiéndolos rápidamente en los que te dan algo a cambio de tu dinero y los que solo te dan la tabarra. Los floristas militan en el primer grupo. Como los que tocan el acordeón ante las terrazas de la Rambla de Catalunya, sustitutos naturales, aunque no tan amenos, de aquellos combos familiares con una cabra subida a un taburete que hace años que no se ven.

DESAPARICIONES

En el segundo grupo también se han producido desapariciones. En mi barrio ya no quedan de aquellos desdichados que caminaban a grandes zancadas, pegando gritos y cagándose en todo; aunque también es verdad que han sido eficazmente sustituidos por los turistas, los participantes en despedidas de soltero y los turistas que participan en fiestas de despedida de soltero. Tampoco sé qué ha sido de aquellas irritantes gitanas rumanas cuya voz, como diría Wodehouse, podía abrir una ostra a diez metros: “Siñoooooras, siñoooores, tengo trece hijos, uno de ellos con dos cabezas, denme un poco de dinieeeeeero”, clamaban en su lugar de trabajo habitual, que solía ser un vagón de metro. Las menos viajeras se quedaban tiradas en una esquina con un bebé en brazos que podía ser suyo o no serlo. Nunca se lo pregunté. Ni vi jamás a ningún guardia urbano interesándose por ese crío expuesto al frío y al hambre.

Tampoco he visto nunca a ningún representante de la ley interrogando a alguno de los muchos africanos que hay repartidos por mi barrio para averiguar quién les explota y proceder a su detención. Si se me ocurre a mí, que no he pasado precisamente por la academia del FBI en Quantico, Virginia, con mayor motivo se le podría ocurrir a algún mando policial, ¿no? Los negros del Eixample están siempre en una esquina y no se mueven del suelo. A veces los ves hablando por el móvil y puedes deducir por su tono de voz quién está al otro lado de la línea: si sonríen y hablan bajito, seguro que es una chica a la que conocieron en la patera; si ríen y hablan alto, algún amigote; y si están serios y apenas hablan, el miserable que los explota.

Quedan los que van por libre, empeñados generalmente en trabajarse unas coartadas inverosímiles que merecen su premio. Estos pueden sacarme hasta un eurillo. Pero a los que malcrío son los que no me engañan y me dicen directamente que piden para beber o drogarse. Esos siempre pueden contar conmigo, ya que en mi atormentada juventud pensé más de una vez que acabar como ellos era lo mejor que podía hacer un hombre digno y coherente. Igual contribuyo a su muerte, pero no creo que me lo tengan en cuenta.