Móviles, gogós y Dom Pérignon

La sala Eclipse del Hotel W acoge una de las fiestas nocturnas del congreso de los móviles, derroche vip incluido

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MAURICIO BERNAL

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Debe ser algo entre lo ostentoso y lo gremial lo que lleva a los participantes en el congreso de los móviles a no dejar de exhibir jamás sus acreditaciones. La decisión colectiva de estos miles de visitantes de ir a todas partes con las credenciales colgando del cuello debería ser considerada uno de los síntomas categóricos de que el magno evento está teniendo lugar en la ciudad, después de las cifras de ocupación hotelera y la –por todos conocida– proliferación de prostitutas. La manada se dispersa pero no se desprende de su principal seña de identidad, esa acreditación cuyo tamaño considerable, como el de un libro de bolsillo, debe haberle granjeado un lugar relevante en el mundo de las acreditaciones grandes, visibles y difíciles de perder. Es complicado no verlas, y por lo tanto no ver a sus propietarios.

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Al mismo orden, de lo ostentoso y lo gremial, pertenecen los detalles de sus fiestas; sus fiestas, que serían otro síntoma de que el congreso se ha tomado la ciudad si no fuera porque la mayoría son privadas, y porque el acceso está diseñado de modo que los asistentes se sientan en deuda con algo, o con alguien. O bien se ha sido investido con los poderes fantásticos del enorme trozo de cartón o bien se es amigo del DJ, o de alguien por el estilo; o bien se es del gremio o bien no se es. El martes había fiesta en la sala Eclipse, la discoteca de la última planta del Hotel W; el popular Vela. Los nuevos amos del universo conjurados para el desmelene.

BENGALAS EN EL CUELLO

Desde la altura de un piso 26 un litoral es cualquier litoral: sus señas de identidad se diluyen con la distancia. Los amos del universo podrían estar en el piso 26 de un hotel de Los Ángeles, de Cancún o de Marbella y la sensación no sería demasiado diferente. Quizá sea justamente lo que buscan: una especie de no lugar. La zona junto a los ventanales ha sido declarada zona VIP y allí, naturalmente, se concentra lo ostentoso. Es 'zona capos'. Aquí nadie ordena según el viejo: “Tráeme una copita de cava, por favor”, porque eso haría innecesario el desfile pomposo que tiene lugar cada vez que la zona queda desabastecida. Un desfile: surge por la esquina un grupo de camareros y gogós en formación de dos columnas. Diez o 12, según la ocasión y el calibre del desabastecimiento. Cada uno enarbola según avanza una botella de Dom Pérignon con una bengala atada al cuello (el de la botella). Es un espectáculo, hay que admitirlo. Cada desfile se salda con una peste a pólvora en el lugar.

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Se derrocha, y que se note que se derrocha. No circulan solo grandes botellas del mejor champán, también desfilan –con igual ceremonia– ejemplares majestuosos –y evidentemente caros– de vodka y otros licores. “La próxima vez voy a estar ahí”, suelta alguien en la barra, en la 'zona pueblo' de la discoteca, a la enésima entrada de la cohorte del Dom Pérignon. No se sabe si se refiere a que estará ahí la próxima noche, y a que va a mover los hilos para que así sea, o si al vaivén de los gintónics y del espectáculo que le deparan los vips está expresando una ambición profesional, su deseo de pertenecer en un futuro a la clase dominante de los amos del universo. Parece lo segundo, a juzgar por la reacción de su amigo, que lo palmea y le masajea brevemente los hombros como preparándolo para la dura lucha que tiene por delante. “Of course, man, of course”. Claro que sí, amigo. Sueña.

TACONES Y AMERICANAS

Prima lo ostentoso sobre lo gremial, sobre todo porque no se satisface ni de lejos la premisa de que esta gente de los móviles pierde la cabeza por los móviles. Es chocante, pero casi en cualquier otra congregación contemporánea es posible ver más actividad con los teléfonos: gente enviado mensajes, haciendo fotos, selfis, vídeos, etcétera. Aquí no. Aquí la actividad es moderada. Quizá están hartos, quién sabe. Parece una fiesta de hace una década, cuando la gente aún no había perdido la cabeza: con sus americanas siempre encima –el uniforme oficial–, los hombres beben, hablan, hacen algo parecido a bailar y otean el horizonte en busca de mujeres. Sobre sus largos tacones –el calzado oficial–, las mujeres beben, hablan y hacen algo muy del orden de bailar. Cada media hora, las gogós enseñan que están allí para algo más que servir de decoración a la entrada triunfal de una botella de champán.

Para desairar, resulta que son minoría los que llevan la acreditación encima.