El ocio en la ciudad de 1914

Barcelona era una fiesta

El año en que se inauguró el coso de la Monumental, 1914, las calles y los locales de Barcelona bullían de diversiones e interés por los deportes, los espectáculos y la vida nocturna

JOSÉ IGNACIO CASTELLÓ
BARCELONA

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La Barcelona de 1914 no era en materia de ocio solo un gran redondel taurino, y mucho menos un gran escenario futbolístico como en la actualidad. Era mucho más. Una ciudad que de la noche a la mañana elevó al máximo el termómetro de la diversión y contagió a sus vecinos el interés por deportes, casinos, espectáculos y vida nocturna.

Mientras se organizaban funciones taurinas de punta a punta de Barcelona, su gente se divertía como hasta entonces nadie hubiese imaginado. Los transportes públicos y el dinero se adueñaron de una urbe en plena modernidad, que abrazó con fuerza el ocio debido a los enormes beneficios que produjo el suministro de ropa y alimentos a la Europa de la primera guerra mundial.

Al amparo de la neutralidad de España en la contienda europea, cabarets, teatros, cines y meublés se multiplicaron de repente en distintas zonas de  la ciudad, pero sobre todo en  «la Rambla de los pobres», como el poeta Joan Maragall bautizó al Paral·lel. Eran espacios frecuentados por barceloneses y personas del resto de Catalunya y España, pero también por extranjeros, principalmente franceses. «La decadencia de Marsella y Nápoles provocó que Francia viese  Barcelona como su ciudad sexy, su puerto salvaje», afirma Enric Ucelay-Da Cal, catedrático de Historia Contemporánea.

La 'dolce vita'

La dolce vita que emergió en la avenida polvorienta del Paral·lel nada tenía que envidiar a la disipación de los antros del Barrio Chino, donde La Criolla y Madame Petit se convirtieron en famosos prostíbulos para gentes de todo pelaje.

Allí mismo, en la taberna de Juanito el Dorado, se reunían esos años los devotos de la música flamenca y de cualquier juerga. «El flamenco fue una de las grandes ofertas de la noche canalla que tanto tirón tenía. En los locales que lo ofrecían convivían clases marginales, gentes adineradas, gitanos y curiosos franceses, que mitificaron Barcelona como la capital del flamenco», subraya Montserrat Madridejos, doctora en Historia de la Música especializada en flamenco.

La capital catalana se convirtió en la década de 1910 a 1920 en una urbe abierta y europea, refugio de espías y contrabandistas. Una ciudad donde la miseria de muchos de sus barrios convivía con el ocio desenfrenado de las clases medias y altas, cuyos señores y señoras mostraban sus mejores vestimentas para acudir a los teatros Principal, Tivoli o Molino y para disfrutar de la ópera y la zarzuela en el Liceu o la Sala Mozart. Entre los cines despuntaban el Excelsior o los Salones Cabot, y tanto las atracciones del Tibidabo como las zambullidas en los primeros baños de mar causaban furor.

A la espera de que unos años después se acabasen los primeros estadios de fútbol y circuitos automovilísticos, los deportes que más músculo mostraban en esos tiempos eran la natación, que se practicaba en el puerto; el frontón, la lucha libre y el boxeo, que tenían sus templos en los frontones Condal y Principal Palace, y el ciclismo, cuyas competiciones se desarrollaban en el velódromo Parc d'Esports, en la calle de Muntaner, clausurado en 1913 tras solo un año de existencia.

En cambio, las carreras de caballos, en el hipódromo de Can Tunis, galoparon por más tiempo. Eran uno de los espectáculos preferidos tanto de gentes pudientes como del proletariado industrial. Todos acudían por igual a un recinto que poco tenía que envidiar a los distinguidos hipódromos de Chester, York, Ascot o Longchamp.

Diversión democrática

La democratización de la diversión que vivió Barcelona fue beneficiosa para la ciudad, explica Ucelay-Da Cal: «Barcelona destacó entonces como capital del ocio porque al desarrollar sus pasatiempos relacionó a personas de toda clase social. Demostró una vocación interclasista que Madrid, por ejemplo, no tenía».

No tuvieron suerte los juegos de azar. Al menos en los salones legales. El Casino Internacional del Tibidabo y el Casino de la Arrabassada, cercanos ambos, creados con la ambición de atraer a jugadores extranjeros y con un claro aire exclusivista, se cerraron por mandato gubernativo dos años antes de la apertura de la plaza del Sport.

Los locales clandestinos de juego, sin embargo, existieron largo tiempo. Desde los más sórdidos garitos del Paral·lel, en cuyas mesas de madera se jugaba al monte y a los dados, y donde era habitual ver de crupier al populista político Alejandro Lerroux, conocido como el emperador del Paralelo, hasta las mesas de tapete verde para el bacará y la ruleta que se escondían en el prestigioso Reial Cercle Artístic, donde los socios ocultaban tras su pretendida afición a la ópera, los caballos y, cómo no, los toros, su verdadero interés: las timbas.